¡VENGA! ¿NOS HACEMOS UN SELFIE?

Salvo que contáramos con la mítica cámara instantánea de Polaroid, una de las bromas recurrentes de mi padre era cuando le pedía a quien le había fotografiado que al momento le enseñara como había salido la foto.

Por entonces resultaba imprescindible tener mucha paciencia hasta terminar el carrete y así, cruzando los dedos para que al menos, fueran aprovechables las tres cuartas partes de lo fotografiado, deberíamos llevarlo a la tienda para ser revelado, previo pago de no poca suma de dinero.

Nadie sospechaba que en años venideros se impondría la fotografía digital y que el revelado de los carretes en los laboratorios quedaría ya como un vestigio y un costoso capricho para los más nostálgicos.

Si hablamos de teléfonos móviles, éstos ya se habían implantado a finales de los años noventa y tras un periodo inicial en el que todos portábamos auténticos “ladrillos”, lo más moderno y práctico sería contar con un dispositivo de diminuto tamaño y escaso peso que cupiera en el bolsillo pequeño de tu pantalón, priorizándose la función para la que el aparato había sido concebido, esto es, hablar por teléfono y en su caso, enviar mensajes de texto.

Pero ya en el ecuador de la primera década del nuevo siglo , recuerdo como todos nos quedamos maravillados cuando un amigo nos enseñó como cada vez que realizaba o recibía una llamada de teléfono, aparecía en la pantalla de su móvil la foto de la persona que tenía en su agenda de contactos.

Y cierto es que aquello parece una nimiedad, comparado con lo que vendría después, pues todo cambió con la posterior implantación de los smartphones, tras la presentación del Iphone de Apple en 2007 y el lanzamiento de Android de Google en 2008.

Porque, al margen de múltiples funcionalidades y aplicaciones nunca vistas, en lo que se refiere a la fotografía, la ciudadanía desde entonces se ha venido sirviendo mayoritariamente de sus dispositivos móviles, que han reemplazado a las cámaras digitales, que a su vez habían sustituido a las clásicas de carrete.

En ese contexto, la cuestión ya no pasa por saber quien tiene las mejores condiciones en su contrato de telefonía para poder hacer más llamadas, sino quien tiene más megapíxeles en su dispositivo para hacer una fotografía con mayor definición.

Y esta popular vocación de afición a la fotografía de nuevo cuño, captada a golpe de pantalla táctil, al unisonó se metabolizó con una permanente necesidad de la exhibición que perdura a día de hoy y lo que te rondaré, morena…..

Como ya escribimos en alguna ocasión, nos encontramos en la era de la retroalimentación de nuestra vanidad a través de la dopamina, dado que, si bien nosotros nos sentimos los protagonistas de nuestras vidas, necesitamos que los demás lo sepan y que nos aplaudan por ello. Así de simple.

Es aquí donde, antes de continuar, debo retroceder atrás en el tiempo para recordar a un gran amigo, cuyas “jaimitadas” eran muy conocidas, entre otras, la de tomarse fotografías con las cámaras que algún incauto había dejado depositada en una mesa, durante alguna de nuestras celebraciones. Quien esto escribe fue una de sus víctimas.

Y así, mientras el resto no reíamos tras su enésima travesura, con buen criterio bautizamos sus instantáneas como autorretratos.

Pues eso es lo que son, ni más ni menos, los selfies, unos autorretratos, pese a que, como bien sabemos, no solo se limitan a la persona que toma la foto, sino que puede ampliarse a sus acompañantes.

En este sentido, el selfie colectivo empezó a popularizarse después del que se hicieron varios actores durante la gala de entrega de los Oscar en 2014, cuando su presentadora Ellen DeGeneres le prestó su teléfono a Bradley Cooper.

Pero quizás haya que referirse a otra instantánea que es todavía mucho más gráfica, nunca mejor dicho, del narcisismo que impera en nuestra sociedad, y que demuestra que, como adultos, no damos el mejor de los ejemplos a nuestros jóvenes, a los que poco podemos exigir al respecto.

Hablamos de una imagen de 2016 en la que Hillary Clinton, candidata demócrata a la Casa Blanca, posaba delante de cientos de apasionados seguidores, mientras todos ellos, sin excepción, le daban la espalda para hacerse un selfie con ella.

Sea como fuere, estamos empeñados en dejar testimonio de todo lo que percibimos con el sentido de la vista, sin detenernos a disfrutar realmente de ello, llegando a sustituir el favor del amable peatón que se ofrecía a hacernos una foto por el dichoso “palo selfie”.

Pero ¿qué sucede cuando para dar rienda suelta a esa obsesión que todos tenemos de compartir nuestras vidas, para poner morritos o caras divertidas, cruzamos el límite de lo prudente y ponemos en riesgo nuestra integridad física o la de terceros?

Pues que en la búsqueda de la imagen más original o impactante, muchos hacen el simio, y por su estupidez no viven lo suficiente para reírse con sus amigos de la hazaña o deben lamentarse el resto de sus vidas, postrados en una silla de ruedas.

Así, de poco inteligentes pueden calificarse actos como hacerse fotos conduciendo un vehículo, o en apartados lugares sin medidas de seguridad, como cascadas y acantilados o subirse a cables de alta tensión o caminar por las vías de un tren, e incuso manipular armas de fuego u objetos explosivos, mientras se posa.

¿Exageramos? Bajo ningún concepto.

Y es que los medios de comunicación en ocasiones nos recuerdan qué imprudentes y estúpidos pueden llegar a ser los humanos. Y todo por un puñetero selfie que bien se lo podían haber ahorrado.

Así, hace poco tuvimos conocimiento del fallecimiento de una joven de veintiocho años, que se había precipitado desde el tejado de un edificio de Barcelona, y también supimos que una modelo e influencer británica de veintiún años, había muerto tras caer desde un acantilado, a donde había acudido para inmortalizar el amanecer, tras una noche de fiesta con unos amigos.

Con idéntico resultado finalizaron las ocurrencias de un hombre de cincuenta años que se intentó hacer un selfie con un elefante en un parque natural de la India, y que fue pisoteado y aplastado por el animal, y la de un joven ruso de veintiséis años, cuando se jactaba mostrando una granada sin anilla de seguridad.

En nuestro país, no son pocos, los que, con ocasión de los famosos encierros, pretenden tomar la mejor instantánea para demostrar a sus colegas lo valientes que han sido durante las estampidas de las reses.

Y si ya hablamos de fieras enjauladas, aparte de los descerebrados con complejo de domador que pretendan saltar la protección para acercarse al animal, otros no toman las mínimas precauciones que han de entenderse de sentido común.

Es el supuesto acontecido en un zoo de Mexico, cuando una mujer de treinta años tuvo la feliz idea de sacarse un selfie, demasiado cerca de los barrotes de la jaula en la que se encontraba un jaguar, que reaccionó desgarrando su brazo.

Pero no hace falta que nos refiramos exclusivamente a los animales salvajes como modelos ocasionales que coprotagonizan las fotos, sino que también existe cierto empeño de molestar a los que están domesticados, como los perros y gatos, cuyas forzadas poses antinaturales, encuentran como respuesta algún inesperado mordisco o arañazo para sus dueños.

En otro orden de cosas, si hablamos de imprudencia al volante, desde la Dirección General de Tráfico se ha venido insistiendo en que la distracción por culpa del uso del teléfono móvil durante la conducción, multiplica por cuatro el riesgo de sufrir un accidente y mucho nos tememos que en buena medida, muchos de los impactos se ha producido tras la foto con cara sonriente y el pulgar hacia arriba.

De verdadera suerte ha de calificarse la que corrió otra incauta joven que cometió la estupidez de posar sentada en el suelo y apoyada en un vehículo, con riesgo para su integridad, cuando precisamente acababa de sufrir un accidente de tráfico sin consecuencias para ella, pero sin tener la prudencia de adoptar las obligadas medidas de vestir chaleco reflectante o de colocar el triángulo de señalización.

Y lo peor de todo, es que lejos de dar importancia a estas situaciones, hay gente que se lo toma a chirigota, o con un exceso de “humor negro” o macabro sobre las desgracias ajenas.

Es el caso, por ejemplo, de la entrega “virtual”, de los Premios Darwin, galardones que premian las muertes más estúpidas, entre las que tienen cabida muchas, tras haberse hecho un selfie.

¿Y qué decir de otros que si bien no llegan a poner en riesgo su integridad, sí lo hacen en relación a sus puestos de trabajo?

Es lo sucedido, por ejemplo, con un camarero de un lujoso hotel de Londres, que fue despedido tras romper el estricto protocolo de los empleados con los huéspedes, al insistir en hacerse un selfie con la actriz británica Emma Thompson, pese a la negativa de ésta.

O como por ejemplo, con el empleado de la funeraria donde se encontraba el cuerpo sin vida de Maradona y que tuvo la feliz idea de hacerse una fotografía con el Pelusa, lo cual tampoco agradó especialmente a la fanática hinchada argentina, hasta el punto de que, tras ser despedido, ha estado sufriendo amenazadas de muerte.

A quien escribe estas líneas todavía se le revuelve el estómago al recordar las espantosas imágenes que se tomaron cuando se torturaba en la prisión de Abu Ghraib, durante la guerra de Irak, algunas de ellas a modo de selfie, pero algún día no quedará más remedio que hacer de tripas corazón y abordar aquellas tropelías en nuestro blog. Que no se sorprenda pues el lector, si tardamos más de lo debido.

Sea como fuere, cabe preguntarse porque unas personas son más sensatas y prudentes que otras, ante la realidad objetiva de un riesgo inminente, sin que tengamos suficientes datos para aseverar que, en muchos de los supuestos analizados, quizás un consumo de sustancias haya podido influir para insuflar de coraje ante tamaño reto.

Pero de lo que estamos convencidos es que tanto las familias y amistades más cercanas de los fallecidos con quienes ya no podrán disfrutar las próximas fiestas de navidad, como aquellos que en vida van a seguir sufriendo las consecuencias de sus absurdos actos, desearían poder retroceder en el tiempo para cambiar el futuro, como en la famosa película de Robert Zemeckis.

Y es que no podemos finalizar estas líneas sin parafrasear a Marty McFly en Regreso al futuro, cuando le pregunta a su amigo:

¿Qué nos ocurre en el futuro, Doc? ¿nos volvemos gilipollas o algo parecido?

Debemos contestar, por Doc; algunos, efectivamente, se han vuelto rematadamente gilipollas.

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