SOBRE EL USO DE MASCARILLA EN LOS ESPACIOS PÚBLICOS Y LA COMISIÓN DE DELITOS DURANTE LA PANDEMIA.

La mascarilla es una de las inesperadas prendas que en los últimos meses está en boca de todos, nunca mejor dicho.

No aburriremos ahora a nuestros lectores con las distintas valoraciones, casi siempre contradictorias, que han existido desde el inicio de la pandemia sobre la necesidad o no de apropiarse de una mascarilla para prevenir el contagio de coronavirus, amén de guardar la necesaria distancia social y medidas de higiene personal.

Bastaría con apuntar la posición mantenida por la ahora cuestionada Organización Mundial de la Salud (OMS) de que el uso extendido de mascarillas por parte de personas sanas en entornos comunitarios no está avalado por la evidencia actual y que comportaría riesgo, o la adoptada por el Centro Europeo para la Prevención y Control de Enfermedades (ECDC) de que sólo deberían considerarse como medida complementaria y no sustitutoria de las medidas de prevención básicas.

Ante la maraña informativa que nos atenaza, a día de hoy parece difícil prever si por parte de nuestras administraciones se dará una solida y convincente respuesta, no ya oficiosa sino oficial y estipulada legalmente, sobre lo que a cualquiera parecería de Perogrullo, esto es, que siempre será preferible contar con una medida de protección, que no hacerlo, visto que se reducen los riesgos de contagio.

El motivo de tal indecisión quizás obedezca, a nuestro juicio, a un intento tardío de justificarse ante una evidente negligencia de las administraciones públicas, dada su inicial falta de previsión y de provisión de material, no solo para la prevención del contagio por parte de la ciudadanía, sino para la protección del colectivo sanitario.

Dicho de otra forma, hasta hace poco no era viable que por parte del Gobierno se insistiera en el uso generalizado de mascarillas, dado que las mismas ni quiera se encontraban a disposición de todos.

Y ahora que después de muchas erráticas idas y venidas, incluidas compras de material defectuoso, está garantizado, como parece, la mínima dotación de suficiente material de prevención para todos, la postura ha variado, aunque parcialmente.

Decimos esto porque en estos momentos, si bien es obligatorio llevar mascarilla en el transporte público de España, no se exige a quien vaya a comprar a un supermercado o asista como cliente a cualquier local o negocio o para salir a hacer ejercicio. La paradoja, pues, está servida.

Llegados a este punto, y salvo que un comportamiento irresponsable de la ciudadanía y riesgo a una vuelta al confinamiento, obligue a un generalizado uso, queda tan solo en una mera recomendación para la gran parte de la población. “Preferentemente” es el adverbio de moda.

Mientras tanto seguirán los dimes y diretes, pero ya abundan las opiniones favorables al uso obligatorio por parte de la mayoría de mandatarios de los gobiernos autonómicos, ante la ausencia de un posicionamiento oficial del Gobierno de la nación.

Quizás la persona que más nos haya acompañado en la televisión durante los meses es Fernando Simón, director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, y uno de los contagiados por el coronavirus.

Es tal su ambigüedad que uno ya se pregunta si sus vacilaciones obedecen a una extrema prudencia o a ataduras de un cargo mediatizado por las directrices marcadas por sus superiores, que no son técnicos, sino políticos.

Y así, sobre la propuesta de obligar a usar mascarillas cada vez que se salga a la calle, había insistido en que parece recomendable en el transporte público como ahora resulta obligado, pero que su uso podría generar problemas en muchas personas que sufren ataques de ansiedad o pacientes con una enfermedades pulmonar obstructiva crónica, o incluso para los niños, a los que les puede suponer un inconveniente si se les obliga a utilizarlas durante tiempos prolongados.

“La mejor mascarilla son los dos metros de distancia”, había sentenciado.

Pero al día siguiente (cuando se escribe estas líneas) ha contribuido aún más al desaguisado informativo, al manifestar que el uso de mascarillas debe ser altamente recomendable y que todo el mundo que pueda utilizarla en espacios públicos, sobre todo “cuando se cruza con otras personas en un espacio en el que no puede mantener las distancias es cuando de verdad tiene un efecto y se puede utilizar”.

No cabe duda que durante los próximos meses serán muchos los frentes que se abrirán ante los tribunales de justicia, y el orden jurisdiccional penal no será una excepción, más bien al contrario.

Y hemos de preguntarnos qué sucedería si durante esta pandemia se pretende investigar a una persona que supuestamente ha cometido un delito o se detiene in fraganti a una persona que está delinquiendo, tras haber usado en ambos supuestos una mascarilla que impide o dificulta el reconocimiento facial de las personas.

Ante esa tesitura quizás pueda entenderse la ausencia de exigencia del uso de la mascarilla para la totalidad de la población, sin excepciones, precisamente para evitar la proliferación de la comisión delictiva, anteponiendo la prevención del delito a la prevención del contagio.

Y cabe preguntarse si debe primar la seguridad ciudadana sobre la salud pública, siendo España uno de los países del mundo en mayor número de contagios.

En el artículo 22.2 del Código Penal se hace referencia una circunstancia agravante, la de ejecutar el hecho mediante disfraz, lo que ha de suponer una mayor penalidad a la ya contemplada por el delito que se cometa.

Pues bien, dado que el texto legal no concreta que ha de entenderse por disfraz, hemos de acudir al Diccionario de la Real Academia de la Lengua (RAE) entendiéndose como tal, a los efectos que nos ocupa, aquel artificio que se usa para desfigurar algo con el fin de que no sea conocido.

Partiendo de esta definición, el Tribunal Supremo en diversas sentencias, como la dictada el 10 de octubre de 2018, ha consolidado una doctrina jurisprudencial que establece que para que se estime la aplicación de dicha circunstancia agravante han de concurrir una serie de requisitos:

1) Objetivo, consistente en la utilización de un medio apto para cubrir o desfigurar el rostro o la apariencia habitual de una persona, aunque no sea de plena eficacia desfiguradora, sea parcialmente imperfecta o demasiado rudimentario.

2) Subjetivo o propósito de buscar una mayor facilidad en la ejecución del delito o de evitar su propia identificación para alcanzar la impunidad por su comisión y así eludir sus responsabilidades.

3) Cronológico, porque ha de usarse al tiempo de la comisión del hecho delictivo, careciendo de aptitud a efectos agravatorios cuando se utilizara antes o después de tal momento

Si bien es cierto que no presentaría mayor complejidad verificar el requisito cronológico, en cuanto al requisito objetivo resulta innegable que una mascarilla, sea del tipo que sea, es a priori un medio apto para ser considerado disfraz, puesto que cubre barbilla, boca y nariz, esto es, la mayoría del rostro, quedando tan solo al descubierto los ojos, lo que impide o dificulta la identificación de una persona.

Y es que basta con comprobarlo en la calle durante estos días tan extraños y confusos. No son pocas las veces que desde la distancia hemos saludado o sido saludado por personas, sin una certeza absoluta sobre nuestra identidad respectiva.

No obstante, si que resulta harto complejo acreditar el requisito subjetivo y demostrar cuál es la verdadera intencionalidad de la esfera interna de individuo, si tenemos en cuenta que en esta fase de pandemia de tan largo recorrido, la decisión o no de portar mascarilla dependería de la voluntad del sujeto si su uso no es obligatorio.

En este sentido, el Tribunal Supremo en su sentencia de 19 de noviembre de 2018 apuntaba que la intención del sujeto activo del delito es un hecho de conciencia o subjetivo precisado de prueba, cuya existencia, a salvo los supuestos en que se disponga de una confesión del autor que por sus circunstancias sea creíble, no puede acreditarse normalmente a través de prueba directa, siendo necesario acudir a un juicio de inferencia para afirmar su presencia sobre la base de un razonamiento inductivo construido sobre datos fácticos debidamente acreditados.

Llegados a este punto, a falta de otra prueba incriminatoria ¿puede un Juez entender, sin duda alguna, que la intención de la persona portaba mascarilla al tiempo de cometer el delito era la de ocultar su identidad o si lo que pretendía realmente era prevenirse contra un contagio, como tantas personas que voluntariamente llevan mascarilla hoy día?

El debate jurídico estará abierto, pero desde estas líneas apostamos por una ponderada decisión, más ajustada en derecho de no aplicar la circunstancia agravante de disfraz, no ya para determinar una absolución en el caso de que exista una detención in fraganti, al cometer el delito, pero si, al menos, para evitar una mayor penalidad que puede tener relevancia a la hora de beneficiarse de la suspensión de la ejecución de la pena privativa de libertad.

Y decimos esto porque, como insiste el Tribunal Supremo, más allá de acudir a meras suposiciones, cábalas, conjeturas o sospechas sobre la existencia de una circunstancia, el Juzgador debe acudir a una prueba directa o al menos indirecta o indiciaria, sin que se pueda tener un hecho como acreditado si existen dudas al respecto.

Por tanto, resultará ciertamente dudoso verificar cual la verdadera intencionalidad del autor del delito.

¿Pero que sucedería si el Gobierno obligase al generalizado uso de la mascarilla, como parecería más aconsejable para la prevención de nuevos contagios?

Pues que la respuesta sería aún más sencilla ya que sería inviable una aplicación de la circunstancia agravante del disfraz, si es que un ciudadano puede ser sancionado por no llevar mascarilla, sea su intención la de delinquir o no.

Estaremos pues expectantes no solo a la decisión gubernamental sino a los distintos pronunciamientos judiciales que nos marquen un camino ahora incierto, que deberá confluir en una jurisprudencia en aras de garantizar una uniformidad interpretativa a la hora de abordar aspectos, que afectaran no solo al desarrollo de las investigaciones de la policía judicial tendente al esclarecimiento de los hechos para proteger los derechos de las posibles víctimas, sino al respeto de los derechos de los justiciables que supuestamente hayan cometido un delito usando mascarilla.

Difícil papel pues es el que le corresponde al responsable político al tomar decisiones, pero es su obligación, no la nuestra.

Nuestra obligación, como ciudadanos, es la de respetar las normas y afrontar las sanciones administrativas y penales que se puedan imponer por no cumplirlas.

Hablando de políticos, quizás el hombre más poderoso de la Tierra sea el polémico Donald Trump, otrora empresario de éxito y hoy Presidente de Estados Unidos de América.

Es de sobra conocido por su despótico trato a quien disiente de su parecer y últimamente cuestionado por parte de la opinión pública al desautorizar públicamente al principal experto que viene asesorando a la Casa Blanca durante esta crisis sanitaria, Anthony Fauci, médico especializado en inmunología y uno de los profesionales que más han luchado contra el SIDA.

La última ocurrencia de Trump ha sido la de obligar al uso de mascarilla para todas las personas de su entorno más cercano, incluida la prensa y su servicio secreto, mientras que él no la lleva por que de cara a la opinión pública es un signo de debilidad.

¿ Es Donald Trump digno de ser elegido cuatro años más para liderar la nación más poderosa del mundo ? ¿Se merecen los norteamericanos un dirigente así?

No hay más preguntas, Señoría

NOTA ACLARATORIA POSTERIOR

Por su importancia,trasladamos un extracto de la noticia publicada el 27 de abril de 2021 por el Consejo General del Poder Judicial,en relación a una reciente sentencia del Tribunal Supremo que puede sentar jurisprudencia en cuanto a que la agravante de disfraz solo podrá excluirse si el uso de la mascarilla es legalmente obligatorio.

«La Sala considera correcta la aplicación de la agravante de uso de disfraz porque cuando el condenado cometió el atraco combinó el uso de la mascarilla, que no era de uso obligado en esas fechas, y un gorro, para ocultar su rostroAutorComunicación Poder Judicial

La Sala de lo Penal del Tribunal Supremo ha confirmado la condena a 4 años y 5 meses de prisión por un delito de robo con violencia e intimidación en establecimiento abierto al público, con uso de instrumento peligroso y con la circunstancia agravante de uso de disfraz y de reincidencia, a un hombre que atracó un comercio de distribución cárnica ocultando su rostro con una mascarilla sanitaria y un gorro.

La Sala considera correcta la aplicación de la agravante de uso de disfraz porque cuando el condenado cometió el atraco combinó el uso de la mascarilla, que no era de uso obligado en esas fechas, y un gorro, para ocultar su rostro, por lo que rechaza el argumento de la defensa, que invocó en su recurso de casación el carácter sanitario de la mascarilla para evitar la aplicación de la citada agravante.

La singularidad del caso, explica el tribunal, es la mascarilla empleada por el acusado para dificultar su identificación en el atraco, ya que era una mascarilla inicialmente concebida para evitar el contagio del COVID 19. Tras repasar su jurisprudencia sobre la aplicación de esta agravante, la Sala afirma que, con carácter general, una vez impuesto el uso obligatorio de mascarillas sanitarias para prevenir la difusión y el contagio del COVID-19, exigiría algo más que la simple constatación objetiva de que el autor del hecho se ocultaba el rostro con una mascarilla sanitaria.

De lo contrario, afirma la Sala, “estaríamos alentando la idea de que el acatamiento del deber ciudadano de no contribuir al contagio de terceros impondría, siempre y en todo caso, la agravación del hecho ejecutado. Cobra, por tanto, pleno sentido la exigencia histórica de nuestra jurisprudencia -anotada supra- que requiere una dimensión subjetiva en la aplicación de la agravante, vinculada al propósito preordenado de hacer imposible o dificultar la identificación del autor”.

Para la Sala, en el caso examinado la invocación por la defensa del carácter obligatorio del empleo de mascarilla, de suerte que la entrada en un establecimiento público sin hacer uso de ella expusiera a una sanción al recurrente, es tan legítima desde el punto de vista estratégico como rechazable para argumentar la incorrecta aplicación de la agravante de disfraz, ya que además se da la circunstancia de que la dificultad de identificación del autor se obtuvo mediante el uso combinado de una mascarilla sanitaria -de uso no obligatorio en aquellas fechas- y un gorro, que provocaron el efecto de ocultar el rostro del recurrente.

La sentencia, con ponencia del presidente de la Sala de lo Penal, Manuel Marchena, destaca que el uso obligatorio de la mascarilla se impuso con posterioridad a la fecha de ejecución del hecho (8 de abril de 2020), ya que su uso obligado se acordó en la Orden SND/422/2020, de 19 de mayo, por la que se regulan las condiciones para el uso obligatorio de mascarilla durante la situación de crisis sanitaria ocasionada por el Covid-19, publicada en el BOE 20 de mayo de 2020, y que entró en vigor un día más tarde. Recuerda que como derecho de excepción perdió vigencia desde las 00:00 horas del 21 de junio de 2020, al haberse dejado sin efecto la primera declaración de estado de alarma, y que con posterioridad se han sucedido distintas regulaciones que, pese a su incuestionable interés jurídico, carecen de proyección práctica para dar respuesta al motivo formalizado por la defensa»

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