Tal y como adelantábamos en nuestro primer artículo, el principal déficit que hemos venido padeciendo en nuestro sistema educativo para la prevención del bullying o acoso escolar, tanto en primaria como secundaria, es la dispersión normativa existente en los diversos territorios autonómicos, regidos por las respectivas Consejerías de Educación.
Y para paliar esta carencia de uniformidad e inseguridad jurídica, la futura ley establece una serie de mecanismos, tendentes a una educación segura y libre de violencia, garantizando el respeto y promoción de los derechos de los menores de edad, con el empleo de métodos pacíficos de comunicación, negociación y resolución de conflictos.
En ese sentido, el legislador pretende que se promueva una educación que incluya el respeto a los demás, evitando de toda forma de violencia, con el fin de ayudarles a reconocerla y reaccionar frente a la misma.
Siempre se ha insistido en la necesidad de unos protocolos de actuación , por lo que ahora se establece una obligación de regularlos por parte de las administraciones educativas, para su debida aplicación en todos los centros, sean éstos públicos, concertados o privados.
Y bajo la supervisión y responsabilidad de sus directores, dichos protocolos se activarán en el momento en que los docentes, educadores y progenitores del alumnado detecten indicios de bullying o de ciberacoso, con menoscabo en su caso de su intimidad y reputación a través de las nuevas tecnologías y dispositivos móviles y por descontado, cuando los menores de edad comuniquen situaciones de violencia escolar.
Como principal novedad en esta materia se introduce una figura, que a bien seguro resultará controvertida, el coordinador de bienestar y protección de los alumnos.
Esta persona actuará bajo la supervisión de la dirección del centro para promover planes de formación sobre lo que se denomina “cultura del buen trato” y para la prevención, detección y protección de los menores frente a la violencia.
Para ello el coordinador fomentará la utilización de métodos alternativos de resolución pacífica de conflictos, recurriendo a las AMPAS como nexo de unión con los progenitores del alumnado.
Por otra parte, parece oportuna la previsión de que, en el marco de un plan de convivencia, que ha de ser elaborado en cada centro, cobre especial importancia la redacción de unos códigos de conducta ante situaciones de acoso escolar o ante cualquier otra situación que afecte a la convivencia en el centro educativo, con independencia de que se produzcan en las instalaciones del propio centro o fuera del mismo e incluso través de las nuevas tecnologías.
Dichos códigos han de ser consensuados con los propios alumnos, sin perjuicio de que tanto los miembros del equipo directivo como los profesores conserven su consideración de autoridad pública y de que, en caso de una adopción de medidas correctoras, los hechos por ellos constatados tengan valor probatorio y de presunción de veracidad «iuris tantum» o salvo prueba en contrario, que pueda aportarse por el alumnado en defensa de sus intereses.
Por último, cabe decir que en este ámbito educativo se abordará la imperiosa necesidad de que las administraciones educativas regulen el uso y tenencia de los alumnos de dispositivos móviles de carácter particular y con fines no pedagógicos.
Esperemos que esto último no constituya una mera declaración de intenciones ante la división de opiniones que existe al respecto y que la previsión legal se materialice en una posterior normativa de obligada aplicación, para poder evitar un tristemente arraigado y creciente ciberacoso.
En otro orden de cosas, se pretende erradicar la violencia el ámbito del deporte no escolar, tras varios años de intento de concienciación social para la colectividad, en aras de un cívico comportamiento de aficionados y espectadores.
Para ello, las administraciones públicas regularán protocolos de actuación para la prevención, detección y actuación frente a las posibles situaciones de violencia que puedan padecer los menores y que serán de obligada aplicación para todos los centros donde se realicen actividades deportivas, sean éstos públicos o privados.
Además dichos centros deberá contar con personal debidamente formado , incluido un delegado de protección al que los menores puedan acudir en caso de necesidad, lo que supone una figura análoga al referido coordinador de los centros educativos.
Por último, esperemos que resulte factible y no una mera quimera, la plausible pretensión de que se adopten todas las medidas necesarias tendentes a un lenguaje adecuado y no se profieran insultos, expresiones degradantes y discriminatorias durante la práctica deportiva.
Objetivo en el que deberán estar implicados todos, incluidos los padres, que por el bien de sus hijos, deberían bajar su nivel de exigencia y dejar de considerarlos como futuras estrellas del deporte profesional para mostrar respeto a los entrenadores, jugadores rivales y arbitro.
Y es que, cualquiera que como mero testigo, acuda a un partido de fútbol, por poner un ejemplo de un deporte mayoritario, pronto comprobará como muchos aficionados adultos, que se supone responsables y educadores en valores para dar ejemplo a sus hijos, se comportan como auténticos energúmenos.