“Hasta la vista, baby”.
No podía ser de otra forma la despedida del Primer Ministro británico Boris Johnson: haciendo el canelo y riéndose de la gente.
No cabe duda que esa peculiar apariencia tan desenfadada, propia de un genio despistado y poco amigo de acicalarse, fue la que en buena parte cautivó a la masa electoral que lo aupó en el año 2019, tras el estrepitoso paso de Theresa May por el número diez de Downing Street.
Fue aquella una victoria aplastante, no cabe duda, puesto que hacía tiempo que no se vivía tamaño éxito en votos en el seno de un partido conservador que, entusiasmado, comprobaba como su populista candidato, en puridad euroescéptico, sería el estímulo idóneo para que el pueblo británico ( perversas influencias y manipulaciones en redes sociales aparte) optara por una salida de la Unión Europea, que se materializó, para más INRI, escasos meses antes, del inicio de la peor pandemia desde hace un siglo y envuelto en una gran polémica.
Sin duda, el hecho de que, con anterioridad a las elecciones se decretara la suspensión del Parlamento durante cinco meses, constituyó un claro abuso de poder, como luego resolvería el Tribunal Supremo al considerar ilegal su decisión.
Sin desmerecer el varapalo que supuso la llegada del coronavirus, que afectaría todavía más en la isla, cuyos habitantes sufrieron una crisis de desabastecimiento sin precedentes, los británicos se sintieron luego estafados por un Primer Ministro que como candidato había prometido la bajada de los impuestos y la bonanza de la salida de la Unión Europea.
Pero por si aquello no fuera poco, su díscola conducta, más propia de un adolescente imprudente o de un adulto descerebrado, le dejaría en el peor de los escenarios de cara a afrontar el resto de su mandato como se antojaba al principio.
Hablamos claro está, del “Partygate”, de la presencia de Johnson en varias fiestas celebradas durante los meses más duros del confinamiento, cuando los Pubs (santuarios habituales de los ingleses) estaban cerrados a cal y canto y cuando no se permitían reuniones sociales en los domicilios, incluido la residencia del Primer Ministro o cuando se debían respetar las medidas impuestas como el uso de la mascarilla o el mantenimiento de una distancia de seguridad.
De sobra conocido era el carácter fiestero y mujeriego de este ex corresponsal de prensa y alcalde londinense (su cara de pillastre ya lo delataba de joven, cuando pertenecía a las élites estudiantes de Eton Y Oxford) y no en vano, una vez descubierto su comportamiento, han circulando a posteriori distintos vídeos de momentos anteriores a la pandemia, en los que se apreciaba que el primero de abordo en el Reino Unido, tras la Reina de Inglaterra, era fiestero como el que más.
Pero como se suele decir, hay que predicar con el ejemplo o dicho de otra forma, la mujer del César no solo tiene que serlo, sino además parecerlo y alguien como Boris Johnson, que incluso reconoció su tonteo en el pasado con drogas duras y blandas, no parecía el ejemplo a seguir por su electorado.
En su momento ya hablamos de la desfachatez de otro político español, muy amigo de darnos la tabarra en los medios de comunicación, si bien es cierto que la suya, comparada con la del travieso Boris, es peccata minuta.
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Y es que en un momento en el que la ciudadanía británica, como buena parte de la mundial, sufría las peores restricciones que se recuerdan en tiempo de paz y hacía enormes sacrificios personales, el amigo Boris y muchos miembros del Partido conservador, se la saltaban a la torera, birra en mano.
Tampoco ayudaría que en los momentos más inciertos de la pandemia, al igual que otros colegas, los infames Bolsonaro y Trump, frivolizaba y daba bandazos mientras que los ciudadanos, ojipláticos, escuchaban sus intervenciones.
Y todo ello hasta que le vio las orejas al lobo y pasó las de Caín, debiendo ser ingresado tras ser contagiado.
Evidentemente, la multa que le ha impuesto la Policía metropolitana de Londres, es ya lo de menos, si se compara con el precio que ha tenido que pagar tras una moción de confianza que si bien fue superada, le dejaría con poco crédito entre los suyos, muchos de los cuales ya habían dimitido, haciendo bueno lo de que Roma no paga traidores.
Cierto es que desde nuestro punto de vista, con el sistema democrático parlamentario que vivimos desde la llegada de nuestra Constitución y con una pleitesía y servilismo casi inquebrantables a quien lidera su partido parece insólito que hayan sido muchos de sus propios compañeros de partido los que hayan pegado la espantada y hayan presionado para su salida del Gobierno.
Con su característico vozarrón y habitual elocuencia de su extraordinaria oratoria, el locuaz Primer Ministro trataba de pedir disculpas, al tiempo que se escuchaban los habituales reproches altisonantes que siempre resuenan en la Cámara de los comunes, en esa escenificación tan peculiar del ejercicio de la política en vivo que tienen los ingleses.
De nada servía ya esa innata capacidad que tienen algunos para adaptarse a cualquier situación y lugar y amoldarse a las circunstancias, con una versatilidad que en el caso de Boris Johnson le permitía codearse con la Reina y compartir una pinta con un obrero.
En suma, un mentiroso y vendedor de humo que ya no tenía que argumentar.
Y es que ya era demasiado tarde: la inflación estaba por las nubes y Johnson tenía las horas contadas,una vez que además quedó demostrada su falta de capacidad para gestionar otros escándalos, esta vez sexuales y de otros tories.
Quizás nos queden para un recuerdo más amable esos paseos que se dio en el Museo del Prado, contemplando en soledad y con seriedad y sumo respeto las impresionantes obras pictóricas que allí se encuentren.
¿Pura fachada? Seguramente.
Y ahora que nuestro moderno santo pontífice acude a visitar a los indígenas canadienses y no duda en fotografiarse con un aparatoso tocado de plumas, y que el otrora actor cómico, el Presidente ucraniano Zelenski, resiste las embestidas de Putin con la ayuda que Occidente aún le presta (eso sí, con la Unión Europea mirando de reojo al ruso ante el invierno más frío que se recuerda si es que no le tiembla el pulso y cierra la llave del gas) acabamos de conocer la peor de las noticias, que desgraciadamente no nos coge ya de sorpresa.
Y es que Donald Trump, que según el congreso de su país y como no podría ser de otra forma, es directo responsable por omisión, del asalto al Capitolio que se vivió el día de Reyes del pasado año, se va a volver a presentar como máximo mandatario del país que lidera el mundo.
Algunos hablaban en 2019 sobre las similitudes entre el republicano norteamericano y el conservador británico, aparte de compartir lugar de nacimiento, Nueva York y una peculiar cabellera rubia, como ridícula cúspide de su robusta presencia.
Y así, cuando son criticados, ambos se parapetan como respuesta tan infantil como recalcitrante en la existencia de fake news o bulos emergidos en los medios para desprestigiar su actuación.
Y esto es especialmente hiriente en el caso de Johnson, visto que en su día también formó parte de un cuarto poder (que ahora ha sido reemplazado por las redes sociales) del que debió salir ciertamente trasquilado.
Y es que pese a ser durante algún tiempo el ojito derecho de la Dama de hierro, fue despedido del prestigioso diario The Times por inventarse una cita para desprestigiar a un tercero.
Una falacia más de quien parece ser un mentiroso patológico,como algunos políticos que nos gobiernan.
Además, tanto Trump como Johnson pueden ser considerados unos auténticos bocachanclas sin decoro,visto que con sus hirientes declaraciones y puestas en escena bufonescas suelen causar vergüenza ajena, por mucho que sus acólitos (ciertamente sectarios) aplaudan con las orejas cada vez que hablan.
Y es que en un puesto de tamaña trascendencia como es liderar países tan destacados, el mundo está mucho mejor sin ellos.
Esperemos que les vaya bonito a ambos en su vida personal y profesional,siempre y cuando no perjudiquen a otros.
Por ello ,por favor,lejos de un puesto de responsabilidad política.
Los norteamericanos y británicos saldrán ganando.
Sayonara, Baby