LOS EXTREMOS SE TOCAN Y ESPAÑA SE RESIENTE.

«Vamos a dejar este país que no lo va a reconocer ni la madre que lo parió» anunciaba Alfonso Guerra, tras ganar el PSOE las elecciones de 1982.

Eran momentos de cambio, después de un complejo proceso de transición que había dejado atrás una larga y represiva dictadura, tras una guerra fratricida que había asolado España.

Para bien o para mal, los sucesivos Gobiernos del PSOE o el PP,al menos transmitían a los ciudadanos que más allá de las ideologías de cada uno, y los penosos casos de corrupción que podían acontecer, la concordia y la  paz social eran indispensables para el progreso de un país que se desangraba por culpa de ETA.

Pues bien, con tan solo media legislatura, el país parece que ahora se ha partido por la mitad y peligrosamente empieza a parecerse a la España de 1936, tras unos delicados años en los que ya se venía resintiendo por el Procés de Cataluña. 

Y es que la pandemia ha destapado todas las vergüenzas de una sociedad, que se creía muy segura de sí misma, demostrando que en pleno Siglo XXI, aún tenemos mucho que mejorar, colectivamente hablando.

Hace varias semanas, insistíamos en que la cotidianidad nos venía a demostrar que aún no somos un país suficientemente maduro  para digerir los efectos del multipartidismo, visto que además nuestros políticos carecen del adecuado nivel para representarnos, dentro de un clima de odio que un buena parte ellos han generado por un rígido argumentario nada edificante de populismo barato que al final sale caro.

Pues bien, los acontecimientos de los últimos días nos han venido a dar la razón, en tanto que evidencias de una escalada de violencia que solo puede tener como resultado más de una desgracia personal; aunque desearíamos equivocarnos…. al tiempo.

Nos estamos refiriendo a la convulsa campaña a las elecciones de la Comunidad de Madrid, convocada por su actual Presidenta en funciones, Isabel Díaz Ayuso, temerosa de una más que probable moción de censura que la hubiera apartado del poder en el ecuador de su legislatura.

Desde el mismo momento de la convocatoria se viene insistiendo en la suma importancia del resultado en las urnas, no solo por su trascendencia para todos los madrileños, sino porque sirven como anticipo de unas próximas elecciones al Gobierno de la nación, que desde el comienzo de su legislatura se  ha visto condicionado por la existencia de una crisis sanitaria que todo lo ha descolocado y que lejos de unir, ha distanciado hasta los extremos.

Las encuestas vienen considerando que se tratan de unas reñidas elecciones, en cuanto que auguran un apretado resultado, no ya para saber el ganador, que parece claro, sino para conformar un sólido gobierno autonómico, teniendo en cuenta que nuestro sistema electoral, lejos de premiar al bipartidismo, como sucedía antes, en el actual contexto no siempre da el poder al que tenga mayor número de votos, aisladamente considerado.

Y continuando con el tono beligerante que viene marcando la política nacional en los últimos tiempos, desde el principio de la campaña madrileña se han empleado incendiarios lemas que, buscando sumar votos para los suyos, no hacen más que radicalizar la situación, ya de por sí crispada.

En este sentido, ya se auguraba un tono muy elevado, al anunciarse la candidatura del líder de Podemos y ex ministro, Pablo Iglesias, un antiguo profesor de facultad, luego tertuliano y ahora político, que día sí, día también, comprueba cómo es traicionado por la hemeroteca y cuya mujer, por cierto, ha vuelto a hacer públicamente el ridículo por segunda vez consecutiva, con la pantomima lingüística de niñas, niños, niñes.

Unos hablan de elegir entre socialismo/comunismo o libertad, otros, entre fascismo o democracia e incluso desde el propio Gobierno ya se menta al nazismo o grupo criminal, al referirse a otros dos partidos que no son de su cuerda.

Y toda esa animadversión cala en los ciudadanos que consumen la información que les llega,  emponzoñada desde las redes sociales, y con la connivencia de unos medios de comunicación que defienden uno u otro ideario, posicionándose en los extremos, salvo honrosas excepciones.

Mientras tanto, aparecen sedes con destrozos, se apedrean a los que acuden a los mítines, se desinfectan espacios en los que han estado determinados políticos, o se envían cartas amenazantes a dos candidatos, dos Ministros, un alto cargo de la nación, y un ex presidente del Gobierno.

Actitudes del todo mafiosas y que resultarían inauditas en nuestra democracia, si no fuera porque recuerda a los peores momentos vividos durante la funesta existencia de ETA, hasta su completa desaparición.

Por ello, desgraciadamente, en vez de progresar, hemos retrocedido, aunque  los causantes de esos daños, lesiones o amenazas puedan tratarse de “lobos solitarios” ciertamente desequilibrados, que incluso en el caso de las cartas amenazantes ponen en el sobre la dirección de su propio domicilio.

Pero desequilibrados o sanos, por imitación o por llamar la atención, muchos ya están bebiendo del caldo de cultivo, que entre unos y otros insisten en mantener a la temperatura adecuada para su ingesta.

Y pese a la extrema gravedad de lo que está sucediendo, unos les echan la culpa a los otros, como un disco rayado, minusvalorando los efectos de cualquier acto violento en su contra, que incluso entienden magnificados, fingidos o incluso realizados a propósito, para provocar el victimismo y ganar votos.

Tiempo tienen todavía los candidatos para reducir el devastador alcance de este insoportable nivel de tensión, pero mucho nos tememos que en vez de discrepar con el contrario, sin echar más leña al fuego, continuarán demostrando  una grave irresponsabilidad por lo que pueda suceder, teniendo en cuenta que no son pocos los descerebrados que habitan entre nosotros.

Además transmiten una total falta de sensibilidad con una población que está sufriendo los efectos de la crisis sanitaria, que para más INRI insisten en politizar, cuando todavía solo le estamos viendo las orejas al lobo de una prolongada crisis económica.

De sentido común sería erradicar este discurso del odio en el que están instalados y una solución pasaría por agitar la bandera blanca y sin que suene a rendición, se reduzca el tono para centrarse, no ya en ideologías, sino en las soluciones prácticas que son las que le interesan al votante,  que pasa muchas las noches con los ojos como platos, por la preocupación.

Pero desgraciadamente, el que antes solo era un rival político, ahora es declarado enemigo, y como se suele decir, a ese, ni agua, dentro de lo que parece un comportamiento tribal donde pesan las emociones y no las razones.

Con comportamientos tan extremos se pisotea una democracia, en vez de dignificarla, con el anuncio de cordones sanitarios, que deslegitiman la intención de votos de millones de ciudadanos que piensan diferente o mostrando en frustrados y frustrantes debates unas actitudes chulescas y burlescas para amilanar al oponente, que recuerdan al avasallador Donald Trump.

Lo peor de todo es llegar a sospechar que el mayor narcisista de los Presidentes que nunca hemos tenido en nuestro país, Pedro Sánchez, tras mentir descaradamente a sus propios militantes y al resto de los españoles, ya se lo veía venir, si bien no contaba con una pandemia que no ha hecho más que multiplicar los efectos de pactar con posturas tan extremas y comandar un Gobierno Frankestein,  (des)compuesto de envenenados retales.

Retales como Bildu,  directo heredero del brazo político de ETA  o como los partidos independentistas, cuyos acólitos continúan ahorcando muñecos en los puentes de Cataluña, que recuerdan a las atrocidades de México, como consigna de que no han tirado la toalla contra el represor Estado español que tanto les roba, ni mucho menos. 

No obstante, como todo vale en democracia, pensará Sánchez que bienvenidos sean unos partidos enemigos de España, que aunque detestan todo lo que nuestro país representa, paradójicamente continúan concurriendo a las elecciones generales, cada cuatro años y cobrando de nuestros impuestos unos sueldos que ya quisieran muchos.

Surrealista, pero lo permite nuestra democracia, mientras no sean ilegalizados, que no lo serán, evidentemente, salvo que tengan una deriva terrorista o cambien las leyes.

En este sentido, siempre recordaré una clase de primero de derecho político en la que el profesor fue preguntado sobre las posibilidades de ilegalizar a una Herri Batasuna, cómplice del terrorismo de ETA.

La clase era en 1988 y la respuesta del profesor, negativa, aportando para ello argumentos de peso, en base a las leyes de entonces y a nuestra Constitución, que por entonces cumplía diez años.

Sin embargo, las circunstancias cambiaron, tal y como explicamos en un artículo que publicamos el pasado año.

Llegados a este punto, daba igual que Pedro Sánchez hubiera pactado con la ultraizquierda o la ultraderecha para poder gobernar, a mayor gloria de sí mismo. 

Ambas mantienen posturas tan extremas que han fagocitado cualquier intento de que, a corto/medio plazo, reconduzcamos la situación para ser quienes fuimos una vez.

Y esto ya no lo salva un gol como el de Iniesta en una final del mundial de fútbol.

Hasta entonces, los ciudadanos seguiremos pagando los platos rotos, hasta que no queden ni platos, ni dinero para pagar unos nuevos, aunque sean de plástico para celebrar un cumpleaños al que vamos de mala gana.

Y esos nefastos políticos, que ahora tanto están azuzando a la población con incendiarias bravatas y posturas maniqueas, difícilmente asumirán la responsabilidad por lo sucedido. No iría con ellos, faltaría más.

Lo recurrente siempre será, una vez celebradas las elecciones, considerarse victoriosos y sonrientes mientras se cogen de la mano que muestran en alto, salvo batacazo que matemáticamente les deje fuera del juego de las mayorías y conduzca a una aceptación de la derrota, por no haber conectado con el elector y a otra cosa, mariposa.

Las urnas dictarán sentencia en Madrid este martes 4 de mayo, pero sea cual sea el resultado y teniendo en cuenta que al igual que en resto de España, resulta harto complicado gobernar con mayoría absoluta, mucho nos tememos que, virtualmente desaparecida la opción de centro, la derecha o la izquierda, deberá aliarse con los extremos, que a cambio pedirán una cuota relevante de poder y vuelta la burra al trigo.
 
Cierto es que a uno le queda cierto regusto amargo al recordar aquellos  debates que existían entre líderes tan antagónicos como lo fueron en su día Manuel Fraga y Santiago Carrillo, con cuya  pasión política no exenta de respeto, en aras de alcanzar el sosiego se pudieron restañar las heridas que dejó una terrible dictadura de cuarenta años, de vencedores y vencidos.

Y lejos ya resuenan los ecos en el Congreso de los Diputados de aquel “Váyase, señor González” que por entonces nos parecían unas palabras durísimas y descaradas pero que actualmente, visto lo visto, y escuchado lo escuchado, solo serían un leve tirón de oreja al rival.

¿Se imaginan a Fraga, Carrillo, González o Aznar hablar en términos como los de ahora ? ¿No, verdad?

No obstante, ni siquiera debe satisfacernos el triste consuelo de que, al igual que lo que sucede con el amor, en la política española es mejor haber tenido respeto y perderlo, que nunca haberlo tenido.

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