Ya hemos insistido en anteriores publicaciones en que no cabe duda que los tiempos cambian, con una evolución de la sociedad tendente al mayor respeto de unos derechos individuales, que en muchas ocasiones colisionan entre sí.
Y dentro del marco de las relaciones de los progenitores con sus hijos, en las últimas décadas se ha pasado de un incuestionable ejercicio de la autoridad, encarnada la mayoría de las veces en la figura paterna, en cuanto que varón integrante de un indisoluble matrimonio, a una cierta laxitud a la hora de hacer valer unas normas de comportamiento, con reprimendas en el caso de no ser atendidas, correspondiendo el cometido a ambos progenitores, no siempre unidos y coordinados a tales efectos.
Por tanto, como en tantos aspectos que afectan a las relaciones que parten de un necesario desequilibrio y desigualdad entre pares, se ha pasado de un extremo a otro, que muchos ven como un tránsito de la severidad a la complacencia.
Pero es que además, como vulgarmente se dice, puede darse “la vuelta a la tortilla”, con situaciones tan preocupantes como las que recientemente se han conocido a través de los medios de comunicación, pero que desde hace años venimos apreciando en nuestra práctica profesional.
Y así, se dan hechos que pueden tener un crecimiento exponencial durante los próximos años, con menores que agreden verbal y físicamente a sus progenitores, por causas tan peregrinas como ser castigados con la privación del uso de teléfono móvil o de la conexión de internet.
En este sentido, los expertos en psicología desde hace algún tiempo nos vienen alertando sobre el denominado Síndrome del Emperador, en virtud del cual, un menor acomodado, consentido y colmado de caprichos y mimos, se cree el centro del mundo y, cual tirano revestido de una total autoridad, no solo considera que tiene el control de la situación, sino que reacciona con falta de respeto, rabia y violencia, cuando su escasa tolerancia le impide entender el sentido de un mandato de sus progenitores y que existen reglas y límites para su infantil conducta.
Pues bien, partiendo de la base de que en cada hogar, las pautas educativas son puntuales y acordes con la idiosincrasia y particularidades de cada familia, sea ésta matrimonial o no y exista o no la común convivencia de ambos progenitores con sus hijos, gravita la controversia sobre la subsistencia del denominado derecho de corrección, así como de sus límites.
Porque quiera o no la ministra de educación Isabel Celaá, los hijos siguen siendo de sus padres, pero quieran o no quieran los padres e hijos, todos hemos de sujetarnos a nuestro ordenamiento jurídico, acatar lo que impongan las normas y ser conscientes de las consecuencias de su incumplimiento, por más que se diga aquello de que “en mi casa mando yo”
Evidentemente, no será lo mismo aplicar un hipotético derecho de corrección en relación a niños de escasa edad, o en adolescentes, necesitados unos y otros de una evidente diferenciación entre los posibles castigos a imponer.
Pero si ya hablamos de castigo, resulta primordial que podamos diferenciar entre aquellos que no son físicos y los que sí lo son.
Decimos esto porque podemos afirmar que no debería existir cortapisa alguna para aquellos progenitores que, actuando como legales representantes de sus hijos menores, imponen aquellos castigos no físicos que no supongan una restricción de sus derechos más elementales, pero sí una ponderada adecuación a las pautas educativas de quien, en definitiva, es responsable, mantiene o se ocupa del menor, ya tenga o no la custodia del mismo en el supuesto de una crisis matrimonial o de pareja.
Cuestión diversa es cuando el menor se salte a la torera dichos castigos y el progenitor deba intervenir, lo cual ya implica medir en cuanto a la proporcionalidad de las restricciones que pueda imponer y que no supongan, como decimos, un evidente perjuicio contra la integridad moral de su hijo.
Pero la controversia se da cuando ese mismo progenitor recurre al ejercicio de la violencia, como reprimenda por un puntual comportamiento que se entiende inadecuado, o cuando el menor no se someta o sea rebelde ante la restricción impuesta.
No obstante, como apuntábamos, distinto será el impacto del ejercicio de la violencia, dependiendo del destinatario de la misma, porque a priori, evidentemente parecería ridículo castigar físicamente a un adolescente con una nalgada, y una barbaridad darle una bofetada a un niño de corta edad.
Pero permítasenos hacer un doble inciso antes de continuar con nuestra exposición, porque conviene ser ciertamente cautelosos en atención dos aspectos que pueden tener una relevancia más que notable.
En primer lugar, nunca pueden descartarse aviesas actitudes del menor en el egoísta o caprichoso intento de arrimarse al sol que más calienta, cuando ambos progenitores no se mantienen en una misma unidad familiar o incluso se encuentran en litigo por la custodia, lo que supone instrumentalizar a uno u otro progenitor para obtener mayores prebendas o menores restricciones.
En segundo lugar, que en el momento que un supuesto acto de castigo físico trasciende más allá del hogar paterno o materno, el progenitor se expone, no solo a que un tercero pueda denunciarlo por un hecho que ha presenciado en la vía pública o del que ha tenido conocimiento por ser testigo de referencia, sino que a que puedan valorarse como maltrato puntuales situaciones, tras ser el menor examinado en consultas o asistencias hospitalarias, quedando el facultativo obligado a informar al Juzgado de Guardia.
En este sentido, la futura ley sobre la protección integral a la infancia y adolescencia, sobre la que ya tratamos en este blog, puede suponer un antes y un después en lo que se refiere a la trascendencia de las denuncias que puedan formular los terceros conocedores del ejercicio de la violencia sobre un menor de edad, guarden o no con él una relación de parentesco.
Sea como fuere y teniendo en cuenta el marco legal actual, hay que plantearse si los padres tienen derecho a recurrir a la violencia para corregir a sus hijos en el ejercicio de su función educadora.
Es decir, ¿pueden los padres en determinadas situaciones dar un cachete o una bofetada a su hijo?
Pues bien, cierto es que Ley 54/2007, de 28 de diciembre ha suprimido la clásica concepción del derecho de corrección en la redacción del código civil (artículos 154 y 268 del código civil) reduciendo la actuación de los padres frente a la actitud rebelde de sus hijos o pupilos a recabar el auxilio de la autoridad.
Pero ello resulta del todo inocuo, estéril y absurdo, si lo llevamos al terreno de la practica en cuanto al contacto diario y cotidiano de padres e hijos, porque se plantea un abanico indescriptible de situaciones problemáticas, que nunca encontrarían respuestas en un Juzgado.
No obstante, un repaso a la jurisprudencia de nuestras Audiencias Provinciales sobre las conductas de los progenitores o abuelos que reprenden a sus hijos o nietos con actos leves de violencia física, nos ofrece todo tipo de soluciones, partiendo de que lo aconsejable es no recurrir a ella, como instrumento educativo o como forma de hacer efectivos los deberes paterno filiales.
Y así, existe una residual vertiente maximalista, que propugna incluir dentro de la concepción de hecho ilícito penal, cualquier acto de violencia, aunque se trate de hechos de muy escasa entidad y auspiciados en una finalidad correctiva, partiendo de la base de que el actual artículo 154 Código Civil establece de que la patria potestad se ejercerá en interés de los hijos y con respeto a sus derechos, integridad física y mental.
Pero como decíamos antes, la diversidad de conductas merecedoras de corrección que pueda protagonizar un menor ante su progenitor,no puede encontrar como única respuesta posible la mera pasividad de éste o el intento de recabar el auxilio de la autoridad competente, en este caso judicial, que ciertamente sufriría un colapso ante cualquier nimio desencuentro entre padres e hijos.
Por tanto, habrá algunos supuestos que, una simple e inocua bofetada, o un cachete, realizados en un determinado contexto, en una situación aislada y puntual, no podrá considerarse que tenga una relevancia penal, máxime si se prueba el carácter díscolo, rebelde o incluso agresivo del menor.
Tales actos consistirían un ataque levísimo al bien jurídico protegido, careciendo por su inocuidad, de relevancia penal y en virtud del concepto de insignificancia de la acción, quedaría excluida su tipicidad y serían impunes, en aras del más mínimo sentido común y del principio de intervención mínima del Derecho penal.
Pero también tendrá encaje como causa de justificación del artículo 20.7 del código penal, en cuanto que circunstancia eximente de obrar en cumplimiento de un deber o en el ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo.
A tales efectos deberán concurrir sus obligados requisitos, esto es,la preexistencia de ese derecho, la existencia de un animus corrigendi, la existencia de una necesidad tanto en abstracto como en el caso concreto de corregir, y la proporcionalidad en el correctivo empleado.
Se podrá argumentar que podríamos encontrarnos ante un posible maltrato de obra, de forma análoga a lo que sucede en la violencia de género, pero debería acreditarse que la conducta revela brutalidad o al menos un trato despectivo o desconsiderado al hijo, sin voluntad de corregir o educar.
Por tanto, en el caso de unos azotes o cachetes desprovistos de esa brutalidad o animo vejatorio, estaríamos ante una actividad de reprensión y correctora, dentro de un marco de convivencia, que no puede asimilarse a un maltrato de obra, y que no pueden encontrar una respuesta punitiva del Estado, so pena de inmiscuirse en los conflictos familiares ante hechos nimios, en un contexto de corrección, aislados en el tiempo, insignificantes para el Derecho penal y, por ende, atípicos.
Cuestión diversa es que, más allá de constituir una conducta puntal o aislada, el recurso a la violencia, aunque sea de escasa entidad, sea algo recurrente y continuado por parte del progenitor que la emplea como fácil recurso, sin acudir a otras alternativas no lesivas para la integridad física de su hijo.
Por último, aunque no necesariamente implica el recurso al derecho de corrección, se pueden dar situaciones en las que, para repeler una conducta agresiva del menor hacia uno mismo o hacia otra persona (generalmente otro miembro de la familia) el progenitor tenga que recurrir a un acto de violencia física, en defensa propia o ajena.
Y ello tendría encaje en la circunstancia modificativa de la responsabilidad, bien como eximente, bien como atenuante, de legitima defensa, que de conformidad con lo dispuesto en el artículo 20.4 del código penal requiere, amén de la agresión ilegítima por parte del menor con riesgo para la integridad propia o ajena, una necesidad racional del medio empleado para impedirla o repelerla, en cuanto a que no debe ser desproporcionada al acto agresivo y una falta de provocación suficiente por parte de quien se defiende o de aquel a quien se pretende defender.
Sentado lo anterior y retomando lo expuesto al inicio sobre el Síndrome del Emperador, nos parece oportuna la cita textual de los argumentos contenidos en una sentencia del Juzgado de lo Penal número Dos de A Coruña, de 30 de junio de 2017, en virtud de la que se absolvió a una madre acusada de abofetear a su hijo.
La palabras del Juez son del todo elocuentes en relación a todo lo que venimos sosteniendo y en especial sobre la problemática que supone el que,no solo se haya perdido el respeto al progenitor, sino que un hijo trate de manipular la realidad de lo sucedido de forma torticera:
“Comenzando por analizar la prueba practicada, ha de indicarse que sorprende la calculada frialdad del menor.
Trata de dirigir la declaración y controlar todo el testimonio. No existe la más mínima naturalidad en sus declaraciones. Da pena comprobar su total falta de empatía.
Pese a ello, no se desecha su declaración, pues no sólo viene confirmada por los partes médicos, sino también por la declaración de la acusada, que salvo en aspectos muy puntuales reconoce los hechos.
Así pues, la valoración conjunta de ambas declaraciones lleva a acreditar los hechos declarados probados.
1- El menor reconoce que la madre le ordenó poner el desayuno y él se niega. Que mantuvo su actitud pues estaba escuchando música en su teléfono nuevo de alta gama.
Y aunque niegue haber arrojado el teléfono, sus dudas al contestar indican que de algún modo lo tiró. Puede que simplemente lo lanzase al suelo, ni siquiera a su madre.
Ante ello la madre le propina un bofetón con fuerza, puede que dos.
Está claro que la actuación del menor, es totalmente equivocada.
Por suerte su familia es acomodada y puede permitirse el tirar el dinero de un teléfono de alta gama, cuyo precio, es igual a los ingresos mensuales con los que se ven obligados a vivir más del 50% de la población española. En algunas ocasiones familias enteras.
Su comportamiento no solo muestra desprecio hacia la autoridad materna, sino también hacia el esfuerzo y trabajo que supone ganar un salario con el que adquirir bienes.
Y además incurre en el acto de violencia que supone arrojar el teléfono.
No estamos ante una discusión de razonamientos en la que se pueda intentar argumentar contra los razonamientos del contrario.
Estamos ante una clara exhibición por parte del menor de una actitud de «síndrome de emperador» que únicamente busca humillar y despreciar a su madre.
De no mediar una inmediata corrección, el menor trasladará dicho comportamiento a terceros y comenzará a comportarse igual con compañeros, vecinos etc.
Acudir a una corrección física moderada está justificado.
Y así se hizo. La acusada no abofeteó a su hijo para causarle una lesión, su intención era clara y trataba de poner fin a la actitud violenta del menor, que es el que primero acude a un acto físico de fuerza, y a su comportamiento totalmente despectivo hacia ella, negándose a algo tan lógico como poner el desayuno.
2.- Si con relación al incidente anterior podría discutirse algo la culpabilidad, con relación al incidente de fecha 11-02-16 la discusión es estéril.
El menor, de once años, decide que abandona la casa en la que vive porque tiene una discusión con su madre y ésta al tratar de agarrarlo le araña el cuello por la parte de atrás.
Para empezar el incidente es totalmente fortuito. Trata de agarrar a su hijo y le araña. No intenta arañarlo porque sí. No trata de agredirlo. Simplemente de sujetarlo físicamente dado que su hijo ha decidido con 11 años que abandona la casa.
El comportamiento del menor es aberrante. ¿Si la clase no le gusta también se levantará y aprovechando que el profesor no puede hacer nada, saldrá a tomar algo?.
Pues la autoridad de un profesor no puede en modo alguno ser superior a la de una madre.
No solo está totalmente justificado que la acusada trate de evitar que su hijo salga de casa. Es que no existe la más mínima intencionalidad de la acusada en lesionar a su hijo, solo de agarrarlo”
No tenemos mayores datos sobre la evolución que ha experimentado el niño protagonista de dicho incidente, aunque esperamos que la situación familiar se haya reconducido por su bien y por el de su madre y ¿por qué no decirlo? por el bien de la sociedad.
Pero es evidente que en muchas ocasiones, bajo el aparente rostro inocente o angelical de un niño, puede ocultarse una malicia dañina para cualquiera de su entorno, anticipando una conducta psicopática, que podrá perpetuarse y desarrollarse en su vida adulta.
Como en tantas facetas de la vida, nadie puede sentirse del todo ducho para resolver cuantas situaciones se pueda encontrar a su paso, debiendo aprender en lo sucesivo de las experiencias vividas, para adaptarse y mejorar.
Y la educación de un menor es una de ellas, por lo que experiencia vivida como progenitor en relación a un hijo debe implicar una traslación mutatis mutandi de las pautas a otro hermano que esté por venir, en aras de recabar los valores más adecuados y la mejor herencia intangible que pueda recibir para integrar la sociedad, intentar ser feliz y hacer feliz a los suyos.
Pero lo que los progenitores deben inculcar a sus hijos es que, por mucha afinidad o confianza que exista, nunca deberán considerar a sus padres como amigos.
Lo contrario supondrá que pueda tambalearse la autoridad de los progenitores y que la falta al respeto sea recurrente.