LAS DOS PELÍCULAS DE HOY: LA PARADA DE LOS MONSTRUOS (1932) Y EL HOMBRE ELEFANTE (1980).


Ahora, cuando la apariencia en las redes sociales prima por encima de todo hasta el punto de la obsesión y cuando los cánones de belleza fluctúan bajo el gobierno de los filtros de los dispositivos digitales, puede resulta pueril recordar aquello de que la belleza está en el interior.

El problema es cuando la fealdad y la rareza, alejada del estándar y las convenciones, pueden ser objeto de escarnio y mofa ajenos para regocijo de las propias miserias interiores.

Que la sociedad avanza a pasos agigantados es un hecho, dejando atrás episodios que desde una óptica humanista no son más que aberraciones propias de otro tiempo, sin perjuicio de que ahora se tiende a una forzada equiparación, haciéndolo extensivo a otras especies que nada tienen que ver con el ser humano.

Y es que por mucho que desde la óptica animalista merezcan una existencia carente de malos tratos, como no podía ser de otro modo, como seres humanos somos únicos en cuanto a sujetos de derechos y obligaciones.

Por eso, ahora que en nuestro país se discute tanto sobre los futuros efectos de la inminente Ley del bienestar animal y que, entre otros menesteres, se erradicará la presencia de animales salvajes en los espectáculos circenses o delfinarios, no deja de sorprender que en pleno Siglo XX era usual que dentro de los programas de los feriantes uno de los números estrella era presentar a personas con deformidades.

Y así, eran exhibidas como algo grotesco y extraordinario, obligando al público a centrar su mirada en sus imperfecciones que, aunque fuera de soslayo, colmaba unas expectativas presididas por puro morbo o curiosidad.

 Pero, superada la extrañeza del descubrimiento de lo insólito, algo que podía parecer digno de cierta compasión a ojos de cualquiera con un mínimo de sensibilidad, sin olvidarnos de la perversa fuentes de ingresos que enriquecían a algunos, se convertía en el chivo expiatorio para desatar la crueldad que otros llevaban en sus entrañas y que materializaban a medio de burla e insultos, cuando no de agresiones físicas.

La parada de los monstruos y El hombre elefante tratan de todo ello y de cómo la maldad de las personas agraciadas con un físico convencional convierte en hermosa la fealdad de aquellos que son cobardemente maltratados por una penosa condición física que los hace más vulnerables que el resto.

 Ambas películas están  ciertamente emparentadas y no en vano David Lynch bebía a comienzos de los ochenta de la fuente que Tod Browing nos había brindado a comienzos de la de los treinta, cuando la eugenesia figuraba en los manuales de cabecera del ideario nazi y los discapacitados físicos e intelectuales se encontraban entre sus principales objetivos.

 Sin embargo, en el caso de El hombre elefante se parte de una historia real como la vida misma, por mucho que pudiera parecernos increíble la vivencia de de Joseph Carey Merrick.

Merrick fue un británico cuyas malformaciones y protuberancias no solo le impidieron llevar una vida normal sino que le convirtieron, ya desde la infancia, en objeto de vejaciones continuadas y en víctima de malos tratos y abusos hasta el punto de ser exhibido como un auténtico animal.

Y todo ello hasta que la curiosidad de la comunidad científica británica y la propia Casa Real  se centraron en él como fruto de un efecto Pigmalión aderezado por un victoriano sentimiento de culpa.

Sería entonces cuando Merrick pudo disfrutar de una vida al alcance de los más escogidos, aunque solo durante un breve periodo de tiempo, dado que su precaria salud derivó en un prematuro fallecimiento cuando solo contaba con veintiocho años de edad.

Escaso bagaje para alguien, que nunca reaccionó con ira o violencia pese a los enormes desagravios padecidos y que cautivó a quienes le conocieron, por su bondad y delicadeza.
Nada que ver con los protagonistas de La Parada de los monstruos, basada en el relato Espuelas, de Tod Robbins.

Son estos seres humanos que, si bien padecen todo tipo de desarreglos funcionales de nacimiento que también los convierten en animales de circo y en motivo de nuestra solidaridad y empatía, a la postre tampoco son seres de luz, precisamente.

Y es que a diferencia del hombre elefante, el nutrido grupo de seres deformes e impedidos que integran el circo decide cobrarse una cruel venganza hacia los desalmados que habían tenido la osadía de humillar e intentar asesinar a uno de ellos, haciendo bueno ese dicho de que la unión hace la fuerza, sea ello para algo bueno o perverso.

Pero lo que convierte a La parada de los monstruos en una película única en la historia del cine es que los principales protagonistas conforman un elenco irrepetible, jamás visto, ni antes, ni después en una sala.
Lo decimos porque precisamente los personajes eran tal cual aparecen en la pantalla, sin efectos visuales o maquillaje de ningún tipo: enanos, siamesas, hombres sin extremidades o con extremidades reducidas y microcéfalos.

Las crónicas de la época del estreno de la película apuntan a que fue tal el impacto que generó entre los espectadores, horrorizados  tanta crudeza visual, que La parada de los monstruos apenas tuvo recorrido en salas, debiendo ser rescatada casi tres décadas después durante la edición del Festival de Venecia.

Los malos resultados en taquilla, alentados por unas feroces críticas en prensa, fueron demasiado para Tod Browing, un director que un año antes había triunfado con el Drácula de Bela Lugosi, pero que ahora veía, no solo que su película había resultado del todo mutilada, nunca mejor dicho, sino que la que actualmente es considerada obra de culto cinéfilo, supuso el principio del fin de una exitosa carrera ya desde el cine mudo.

Ciertamente, uno ya es desconfiado ante determinadas informaciones, máxime cuando tienden a una estrategia publicitaria y comercial que lógicamente hay que situar en el contexto de una época determinada.

En este sentido, si bien durante la década de los años setenta y con ocasión del estreno de El exorcista se reprodujeron, según la prensa, los mareos, vómitos, abortos y algún fallecimiento que también se habían producido durante el estreno de La parada de los monstruos, lo cierto es que la moral imperante en la década de los treinta, nada tenía que ver con la de las postrimerías del pasado siglo.

Y eso se notó en taquilla, generándose justo el efecto opuesto en la película dirigida por William Friedkin, que hasta el estreno de It, tan solo hace un lustro, ha sido la más taquillera de la historia en lo que al género de terror se refiere.

Como curiosidad melómana rocanrolera cabe decir que el mítico grupo The Ramones le dedicó a La parada de los monstruos uno de sus temas más afamados, Pinhead.

Y así, contiene en su letra la frase que pretendía ser inclusiva en el banquete de la imposible boda, pero que a la postre supone el comienzo de la tragedia: “te aceptamos como uno de los nuestros”.

Si bien los dos enanos protagonistas llegaron a tener cierta fama en su momento, el resto del reparto apenas ha tenido recorrido en la historia del cine, algo que no se pude predicar, desde luego, de la otra película de la que hoy escribimos.

Y es que el reparto de El hombre elefante puede calificarse de campanillas, ya desde el dúo protagonista masculino, con un Anthony Hopkins soberbio, en el papel del doctor que rescata a Merrick de las garras de su infame tutor y propietario y con un irreconocible John Hurt bajo un espectacular maquillaje  y que tras sorprender en la serie Yo, Claudio (1976)  poco antes había pasado a la historia del cine con  escena cumbre de Alien, el octavo pasajero (1979) de todos conocida.

Además, como secundarios destacan el siempre acertado John Gielgud y la siempre imponente Anne Bankcroft, a la sazón esposa de Mel Brooks, principal precursor y productor de la película, pese a que no esté acreditado en la película.

El caso es que Brooks, reputado actor y director de comedias, quería evitar que la aparición de su nombre en los créditos pudiera despistar a la audiencia.

Y no anduvo errado Brooks con su decisión, toda vez que el público abarrotaría las salas, al tiempo que El hombre elefante recibía el aplauso de una crítica y un aluvión de nominaciones a los Oscars (película, dirección,actor,guión adaptado,banda sonora, dirección artística y diseño de vestuario) si bien al final se fue de vacío en una edición en que triunfaron Toro salvaje y la gran sorpresa, Gente corriente.

En cuanto a la dirección, ahora puede llamarnos la atención que Brooks hubiera elegido a un cineasta como Lynch, un genio en cuanto a lo visual, pero ciertamente de comer aparte, porque si repasamos toda su carrera, tan solo esta película y Una historia verdadera (1999) se salen de su norma, donde prima lo bizarro, extravagante  e incompresible para la mayoría de los espectadores.
 
En suma, dos obras maestras en blanco y negro, de diferentes etapas, pero imprescindibles para todo cinéfilo que se precie, amén del triste espejo en el que ha de mirarse avergonzada una sociedad que rechaza aquello que no ajusta a sus cánones y que tiende a olvidar que el peor de los monstruos puede aparecer bajo la apariencia de algo hermoso.

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