LAS DOS PELÍCULAS DE HOY: LA CHAQUETA METÁLICA (1987) Y SENDEROS DE GLORIA (1957)

La chaqueta metálica es,sin duda, uno de los referentes cinematográficos sobre la degradación de la persona sometida a la disciplina militar.

En parte deudora de Oficial y Caballero (1982) y curiosamente coincidente con lo narrado en El sargento de hierro (1987) a diferencia de esas dos películas, que compensan la extrema dureza de los instructores con su honor y nobleza hacia los soldados, en el film de Kubrick no es posible comprobar si dentro del temible sargento Hartman, al que encarna R. Lee Ermey, existe un mínimo de humanidad, visto que alardea ante sus hombres de cristianismo.

Mientras escuchamos una nostálgica canción country de despedida a la novia y bienvenida a la guerra, unos reclutas con la mirada perdida, tienen su mente puesta en lo que dejan atrás, mientras son rapados como el ganado, algo que no debería sorprender a los que han hecho la mili en este país, como pérdida de una identidad que en el caso de La chaqueta metálica, pronto va a ser sustituida por absurdos motes.

Y es que, antes de llegar al infierno asiático, hay que convertirse en Marines de los Estados Unidos, esto es, en maquinas de matar, lo que supone un calvario, en especial, para un recluta con sobrepeso, que será apodado como “Patoso”, interpretado por Vincent D’Onofrio.

Por tanto, desde el comienzo del film, el realizador nos lo deja claro: una guerra no es cosa de broma y la instrucción será muy dura.

Si bien al principio pueden hacer gracia las ocurrentes palabras malsonantes y las canciones de la tropa (que hoy no pasarían el filtro de la censura de lo políticamente correcto) pronto torceremos el gesto hacia la más absoluta desaprobación en contra del militar acosador.

Aunque Hartman es implacable con el grupo, es “Patoso” su principal objetivo de las burlas y desprecios, y gritos, muchos gritos.

Su único pecado,no dar la talla física, como el resto.

Pero es a raíz de un tonto descuido de “Patoso” con su alimentación, cuanto el sargento lo paga con el resto de reclutas, que a su vez, cual desenlace de Asesinato en el Oriente Express, se vengan de él de la forma más cruel.

Y se vengan todos sus compañeros, incluido “Bufón”, interpretado por Matthew Modine, que hasta entonces había estado apoyando a “Patoso” con mucha paciencia.

Como desenlace del feroz hostigamiento, dos violentas muertes, ocasionadas por la brutalidad de una instrucción militar que no ha tenido en cuenta que no todos somos iguales.

La intrahistoria del actor R. Lee Ermey es digna de una novela; en La chaqueta metálica venía a hacer de sí mismo, ya que precisamente había sido sargento instructor de marines, después de alistarse al ejercito como consecuencia de una imposición judicial, tras sufrir un arresto, siendo un ciudadano más; la alternativa a Vietnam era la prisión.

Pero además, participaría durante más de un año en esa longeva guerra ( 1955-1975) siendo licenciado por razones médicas.

No en vano, R. Lee Ermey reconocería que apenas podía dormir, al padecer síndrome del estrés postraumático ocasionado por un conflicto que, amén de las graves secuelas para los combatientes, segó la vida de un millón doscientos mil soldados (casi sesenta mil norteamericanos) y cerca de seis millones de civiles.

Tras breves apariciones como militar en algunas películas, R. Lee Ermey sería contratado como consejero en la elección del reparto para La chaqueta metálica, donde debía comprobarse la reacción de los candidatos ante la retahíla de insultos y gritos durante los ensayos.

Pues bien, fue tal fue su implicación y vehemencia que Kubrick no dudó en incluirlo y darle un papel que lo llevó a una nominación al Globo de Oro, como preludio de una razonable carrera como actor secundario, ciertamente encasillada, aunque con destacadas intervenciones en películas como Toy Story, Arde Mississippi o Seven.

Además, durante el rodaje, R. Lee Ermey dio muestras de una entereza y profesionalidad encomiables, visto que participó en varias escenas,aún convaleciente de un grave accidente de circulación.

Y tanto le debió impresionar a Kubrick, que incluso le permitió improvisar gran parte de su actuación, incluidos sus ocurrentes monólogos, lo cual es ciertamente sorprendente.

Decimos esto porque Kubrick era reconocido en el gremio como realizador obsesivo, perfeccionista y desesperante hasta el extremo de repetir tomas innecesarias, como ya hemos referido al escribir sobre Eyes wide shut y sobre el rodaje de El resplandor.

No obstante, al igual que en esta última película, el cineasta trató en todo momento de que R. Lee Ermey no congeniara con el resto del reparto, para mantener así la tensión y la sensación de dominación tan propia de la jerarquía militar.

En cuanto a D’Onofrio, su tránsito de la bisoñez a la enajenación quizás nos recuerde al necesario histrionismo de Jack Nicholson en El resplandor.

Y es que su penetrante mirada perdida evidencia que el recluta ya ha perdido la cabeza y que la violencia se desatará próximamente, al tiempo que escuchamos la inquietante música de la hija de Kubrick, Vivian, acreditada con el pseudónimo de Abigail Mead.

A partir de entonces, el film decae irremediablemente y a mi juicio, el resto de la trama resulta irrelevante, más de lo de siempre.

Por ello, de una forma absolutamente injusta, la película se anunció a bombo y platillo como la mejor película bélica de la historia, algo del todo absurdo.

Decimos esto porque ,si ya hablamos del conflicto asiático, el resultado es del todo precario, si lo comparamos con la exitosa Platoon (1986) pero sobre todo, con la incontestable obra maestra que es Apocalipsis Now (1979), donde casualmente R. Lee Ermey hacía un pequeño papel.

En exceso deudora del trabajo en estudios y con exteriores que nada tienen que ver con la jungla, bajo un apagado cielo británico, tan alejado de la climatología monzónica y subtropical de Vietnam, en La chaqueta metálica apenas existen alardes de un director tan afamado como Kubrick.

Por ello, a un espectador medianamente exigente le debe chirriar tanta artificialidad, indigna de un genio del séptimo arte, cuyo arte de la inquietante simetría de sus imágenes tan solo se deja ver con acierto en el primer tramo de esta película,antes comentado.

Situación que no sería justo predicar de la segunda película sobre la que escribimos hoy, Senderos de gloria, rodada a finales de los años cincuenta, cuando los medios eran mucho más limitados.

Como luego veremos, el trabajo de Kubrick es más brillante en cuanto a la realización, pero si por algo es recordada la película protagonizada por Kirk Douglas es por constituir un atrevido alegato antimilitarista y antibelicista, nunca visto hasta la fecha.

En este sentido, fue tan contundente el mensaje, que su estreno fue prohibido en algunos países como España, sometida a una dictadura de Franco y que, pese a su neutralidad en las dos Guerras Mundiales, veía con recelo que se exaltaran los sentimientos antipatrióticos en una película considerada subversiva.

Sentimientos, que en sentido contrario, alentados por un exacerbado nacionalismo, bajo la complaciente, cuando no alentadora, intelectualidad que invitaba al alistamiento voluntario, llevaron a muchos países al desastre,con un conflicto desde 1914 a 1918.

Y es que las secuelas de la Primera Guerra mundial fueron demasiado severas; las condiciones del armisticio dejarían para los perdedores unas heridas en su orgullo, imposibles de curar, por el coste territorial y económico, pero sobre todo, para todos los que intervinieron,con un triste balance en cuanto a fallecidos, de nueve millones de soldados y siete millones de civiles.

Y fueron regados con su sangre tantos y tantos senderos, no ya de gloria, sino de la más absoluta deshonra de unos militares, que en el caso de la película de Kubrick, se muestran insensibles ante el previsible número de bajas.

Bajas,imprescindibles para avanzar movimientos en una encarnizada lucha de trincheras, en pos de alcanzar un objetivo que refuerce la moral de la nación, pero que tan solo persigue aumentar el prestigio de un alto mando presionado por la opinión pública.

Alto mando, que mientras sus hombres malviven entre suciedad y se preparan para combatir, se permite alojarse en suntuosas residencias, amén de organizar pomposos bailes, como triste herencia de épocas pasadas.

Pero es que además, las discutibles decisiones castrenses se ven agravadas por la delirante ocurrencia del que los ha enviado a la muerte segura, para que su propia artillería sea la que acabe con la vida de los que han retrocedido para salvar la vida.

Y como colofón del desastre, un indigno Consejo de Guerra que, al estilo de la decimatio romana, pretende ajusticiar a tres inocentes soldados para dar ejemplo a los batallones: la cobardía en la guerra es intolerable.

Consejo de Guerra, que ya tiene dictada su sentencia antes de iniciar una vista, que ni siquiera respeta las mínimas formalidades legales, imprescindibles para una buena defensa en igualdad de condiciones.

Kirk Douglas, a la sazón coproductor de Senderos de gloria, se había quedado prendado de la novela de Humphrey Cobb que Kubrick le había dejado, prefiriendo aparcar el rodaje de la ambiciosa Espartaco, que más tarde los volvería a unir, bajo el guión del denostado Dalton Trumbo.

Lo que no suponía Douglas, en cuanto que uno de los actores más contestatarios dentro del status quo impuesto por la ultraconservadora ideología dominante en Hollywood, es que la “mala leche” de Kubrick sería tal, que elegiría para interpretar el papel del odioso general Mireau, a Adolphe Menjou, un actor que había triunfado como galán durante el cine mudo, para luego encasillarse en papeles de personajes cínicos.

Y es que Menjou, antes del rodaje de Senderos de gloria ya había demostrado como persona una vileza similar al de su personaje en la pantalla, toda vez que durante la Caza de Brujas del Comité de Actividades Antiamericanas, se había posicionado ferozmente en contra de muchos de sus compañeros, por sus ideas políticas.

Era tanta su aversión al comunismo, que incluso se había ofrecido a revisar todas las películas rodadas hasta la fecha para descubrir a los traidores a la patria, llegando a manifestar que «Yo puedo oler a un comunista, porque los comunistas despiden un olor extraño que no cualquiera reconoce, un olor muy particular, pero yo sí, yo lo reconozco, creanme yo puedo oler a un comunista» y a desear que “los comunistas estadounidenses deberían ser enviados a los desiertos de Texas, para que los matasen los texanos”

En cuanto a la realización del film, resulta sobresaliente el recurso al trávelin, del que Kubrick se sirve para que seamos un soldado más, en su paso por unas trincheras que desprenden sensación de agotamiento y olor a miedo, pero también en la larga secuencia del sufrido avance en campo abierto del batallón hacia la Colina de las Hormigas, bajo el sonido del motivador silbato,apagado por la detonación de los proyectiles.

Trávelin, cuya complejidad solo podía ser abordada por valientes genios del cine como Ophuls , Welles o el propio Kubrick, que precisamente luego sería el precursor del uso de la steadycam en El resplandor, lo que permitía desprenderse de los aparatosos y ruidosos rieles.

Además, pese a ser una obra eminentemente realista, Senderos de gloria está empapada de expresionismo en blanco y negro para plasmar los momentos más crudos de aquellos pobres diablos, antes de combatir y después del Consejo de Guerra.

Durante el desarrollo de Senderos de Gloria, Kubrick nos va dejando con el alma en un puño, pero en los últimos minutos del metraje nos da la estocada definitiva con la escena de la taberna, puesto que nos aproxima aún más a la fragilidad del ser humano.

En ella, una acobardada joven alemana (interpretada por Susanne Christian, que luego sería la esposa del director) se dispone a cantar a la tropa francesa, tras haber sido fusilados los tres condenados a muerte.

Si bien los soldados la interrumpen con un machista vitoreo para mofarse de ella, pronto se rinden ante su infantil voz, para terminar tarareando la melancólica y deprimente canción que da paso a lo créditos finales.

Y no es que la música haya amansado a las fieras.

Les ha recordado que son humanos y que la vida es el tesoro más preciado que tienen.

Pero sobre todo, que su casa y familia están muy lejos de allí, y seguramente, muchos de ellos, no volverán o lo harán con el corazón desgarrado o el cuerpo mutilado por la tragedia vivida.

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