Disfrutaba de unos serenos días de asueto durante la semana más devota para el catolicismo, cuando curiosamente me he topado con dos películas de una filmografía cuya temática es diametralmente opuesta a las tan piadosas que se emiten por esas fechas en las cadenas generalistas.
Y es que ambas se centran en el paganismo, narrando historias enmarcadas en el denominado subgénero del “folk horror” o películas de terror, cuyas tramas se desarrollan generalmente a plena luz del día y siempre en un contexto rural o de íntima conexión con la naturaleza, a veces en estado puro.
Nos estamos refiriendo a Midsommar, una reciente película norteamericana, que ciertamente deja literalmente pasmado a quien conecta con ella y que se encuentra directamente emparentada con otra setentera y no menos impactante, El hombre de mimbre, en su día considerada obra de culto dentro de la cinematografía británica.
Cualquiera de las dos películas merecería una publicación aparte, pero parece lógico abordarlas conjuntamente, visto que narran minuciosamente el lado más perverso de la colisión de miembros de una civilización occidental con una realidad propia de tradiciones ancestrales.
Cierto es que algunas de ellas son conocidas tras ser conservadas, principalmente en el acervo popular europeo, si bien con un tono folclórico o festivo.
Pero como en toda ficción, y mucho más si es del género de terror, en las dos películas se va más allá, para mostrarnos cómo, pese a lo extraño que pueda parecer, buena parte de la especie humana está desprovista de la férrea atadura moralista de las creencias religiosas y del egocentrismo que atenaza a la sociedad contemporánea, llevando sus teorías a unas prácticas que al resto nos parecen del todo excéntricas.
En este sentido, se trata de dos comunidades ciertamente cerradas y herméticas, formadas por personas, que como sus milenarios antepasados, han dejado atrás sus temores a lo desconocido, pero continúan vinculando esas contingencias atmosféricas y cambios ambientales, que otrora tanto les atemorizaban, a un Universo que se materializa en lo terrenal a través de una Madre Naturaleza, tan amorosa como cruel, que da y quita vida.
Y para contentar a dicha superioridad, en fechas señaladas que coinciden con los cambios estacionales, miembros de ambas comunidades se entregan en cuerpo y alma, recurriendo a liturgias y ritos que llegan a incluir sacrificios humanos y no solo de animales.
Tanto en el blog como en el podcast tuvimos oportunidad de escribir y hablar profusamente sobre las sectas destructivas.
Pues bien, en tales ambientes rurales, tan alejados de la urbe occidental, no es extraño que puedan encontrar acomodo algunas de sus prácticas insanas, que en Midsommar y el Hombre de mimbre son llevadas al paroxismo, alcanzando cotas extremas.
Por seguir un adecuado orden cronológico cabe referirse en primer lugar a El hombre de mimbre, que nos narra la llegada de un puritano agente de Policía de Scotland Yard a una remota isla escocesa, tras haber recibido una carta en la que se denunciaba la desaparición de una niña de doce años.
Ya desde el inicio de sus pesquisas el protagonista se encuentra, como se suele decir, como un pulpo en un garaje, no solo porque nadie en el pueblo parece colaborar sino porque de inmediato percibe un halo de paganismo pecaminoso y lujurioso contrario a sus creencias religiosas.
Un ambiente del que ni siquiera escapan los niños durante su formación educativa y que además está íntimamente relacionado con un costumbrismo y cultura del todo alejados de una concepción occidental, que en su caso está marcada por unos fuertes sentimientos que le llevan al celibato y llegar virgen al matrimonio.
Pero según avanza su concienzuda investigación policial, descubrimos que todo apunta a una serie ritos que incluyen sacrificios de la población de una comarca castigada por la Naturaleza, con terrenos estériles.
Dirigida por Robin Hardy, el Hombre de mimbre cuenta entre sus principales actores con Christopher Lee que llegó a apostar muy fuerte por la película hasta el punto de colaborar económicamente para llevar a la pantalla el guion de Anthony Shaffer, aclamado poco antes tras su genial trabajo La huella, y que a su vez se había inspirado en la novela de David Pinner, Ritual.
No en vano, para quien ya ha pasado a la historia del cine de terror por encarnar a Drácula, El hombre de mimbre fue su película preferida, lo cual es muy significativo vista su amplia trayectoria profesional y lo poco conocida que es esta película para quienes no son aficionados a dicho género.
Ciertamente no es de extrañar que Lee disfrutara como nunca durante el rodaje, puesto que combina su contención y frialdad habituales, tan propias de su característica presencia, con otros momentos en los que se nos muestra del todo desenfadado y fuera de sí, algo que se puede predicar del resto del elenco actoral de este extraño film, que incluye el impagable contoneo de la actriz sueca Britt Ekland, como Dios la trajo al mundo, y diversos temas musicales, tan extravagantes como divertidos.
Como doble guiño a nuestros lectores, no podemos más que advertir del parecido, más que razonable que existe entre el espigado actor británico y Mario Vaquerizo ( con el pelucón que lleva al final, ciertamente parecen dos gotas de agua) y cabe decir que más que un aire se da el protagonista, Edward Woodward (ciertamente sobreactuado en un papel que requiere desmesura interpretativa) con Bob Odenkirk, actor norteamericano, que como el británico, había forjado su fama en las series de televisión antes de participar en el cine.
Del remake protagonizado en 2006 por Nicolas Cage, mejor que no hablar de él es negar su existencia.
Por otro lado, hay que hablar de Midsommar, que para quien esto escribe, es la película más impactante de los últimos tiempos y merecedora de que próximamente le dediquemos un mayor análisis en nuestro podcast.
La película ya apuntaba maneras antes de ser vista, visto que está dirigida por Ari Aster, un realizador que había sorprendido poco antes con su debut cinematográfico, Hereditary (2018) tras haber sobrecogido a propios y extraños con algunos cortometrajes, ciertamente perturbadores, en especial The Strange Thing About the Johnsons (2011)
En este caso, hablamos de un film de notable duración pero que, en opinión de quien escribe estas líneas, transcurre como un suspiro para quien lo visiona por primera vez , hasta el punto de invitar a un segunda e incluso tercera, para no perderse todos los detalles que nos deja el director, enmarcados en la sobresaliente fotografía de Pawel Pogorzelski.
Podría decirse que Midsommar nos narra un sueño que, si bien apenas dura unos minutos en tiempo real, en el subconsciente parece abarcar horas.
No obstante, para los personajes deviene en una pesadilla aderezada con el consumo de sustancias alucinógenas, que inicialmente les impide discernir cuánto de lo que perciben es real o una fantasía provocada por las drogas.
El guion es del propio Aster y al igual que el resto de su trabajo, supone una miscelánea ciertamente interesante, por novedosa, entre el cine fantástico y el dramático.
Según el mismo ha confesado, la historia de Midsommar está indudablemente predeterminada por un momento ciertamente delicado, toda vez que cuando escribió la historia, Aster estaba anímicamente destrozado tras una ruptura sentimental.
Y estas situaciones, aparte de implicar un dolor extremo cercano al duelo por el fallecimiento de un ser muy cercano, generan una vulnerabilidad extrema, que incluso puede llevar al desarraigo y separación del resto de personas del entorno, siendo entonces el momento propicio para ser captado por cualquier secta.
En el caso de la protagonista femenina, a quien interpreta Florence Pugh, la ruptura con su pareja todavía no se ha producido, pero parte de una experiencia traumática vivida en el seno familiar, con un horripilante suicidio y parricidio perpetrado por su hermana bipolar.
Tras tamaña tragedia, compartiremos como espectadores su catarsis, ciertamente dolorosa, en la que se irá desprendiendo de su egoísta novio, interpretado por Jack Reynor, a quien está volcada obsesivamente en una relación que resulta tóxica para ambos.
Y es que el noviazgo se mantiene por pura inercia, visto que ni siquiera él sabe lo que quiere, en un periodo de su vida como estudiante universitario que se encuentra pleno de inseguridad e indefinición, cuando muchos, como sus amigos, eligen una vida disoluta, renunciando a la fidelidad y por ende, a cierta estabilidad emocional que, solo en teoría, te da la vida en pareja.
Además, es precisamente el sentimiento de culpa por el abandono afectivo ante una tragedia familiar que solo ella veía venir, lo que le obliga a invitarla a sumarse al ofrecimiento que les ha hecho un amigo sueco para acudir a las celebraciones del solsticio de verano en su pueblo natal; una invitación del todo forzada o con la boca pequeña, pensando erróneamente en que ella no va aceptar.
Dicho de otra forma, parece que los dos prefieren estar mal acompañados. Pero el viaje a Suecia lo cambiará todo, y ya fuera concebida su lisérgica experiencia como meras vacaciones, desconexión o fuente de inspiración para elaborar una tesis de antropología, lo que menos esperan es que su amigo sueco sea el reclutador de una secta.
Como nota curiosa, destacar algo que para muchos pasó del todo desapercibido: uno de los septuagenarios que se inmolan está interpretado por Björn Andrésen, el que en su día encarnara al efebo Tadzio , objeto de deseo del protagonista de ‘Muerte en Venecia.