Una tarde de verano caminaba por la callejuela de un pueblo costero, cuando me crucé con un chaval que no tendría aún doce años y que como casi todos, van acelerados; tras tropezar éste con la acera, caerse al suelo y escalabrarse, me ofrecí a ayudar al niño para que se levantara, al tiempo que le pregunté cómo se encontraba.
“Bien, bien, gracias,” me respondió muy educado, conteniendo las lágrimas, con evidencias de dolor por la caída, “solo me preocupa que no se haya roto el móvil”
El aparatito que portaba el menor era un smartphone, cuyo precio doblaba con creces el de servidor, utilizado de forma prioritaria para trabajar.
Esa misma tarde, tras acudir a una hamburguesería, contemplé como en la terraza del local se reunía una docena de chavales de unos catorce años. De todos ellos tan solo había dos chicas sin teléfono móvil.
Durante el rato que esperaron para que les sirvieran las consumiciones e incluso cuando ya estaban comiendo y bebiendo, los chavales no dejaron ni un segundo de mirar sus teléfonos móviles, hacerse selfies y reírse para compartir las imágenes o vídeos que les parecían divertidos. Hablar, lo que es hablar, diría que poco.
Cierto es que son dos anécdotas sobre el uso de los teléfonos móviles por los menores de edad, que pueden parecer muy simples, amén de habituales, pero que son gráficas a la hora de evidenciar cuanta importancia tienen hoy para ellos los smartphones.
Y es que conviene caerse del guindo para comprender que constituye una realidad absolutamente aplastante el hecho de que una gran mayoría de los menores de edad están accediendo a un teléfono móvil, incluso en edades muy tempranas, cuando su madurez se encuentra, en términos generales, a bastantes años de consolidarse.
El problema es que nosotros como adultos, como de costumbre, no damos el mejor ejemplo; y si los niños ven como sus mayores dependen en exceso de un dispositivo, que es un medio idóneo para comunicarse, divertirse y acceder a información del tipo que sea, lo normal es que imiten nuestra conducta.
Pero una persona adulta y supuestamente responsable puede saber cuáles son contenidos a los que debe acceder o el uso que puede hacer de su móvil, porque tiene la capacidad intelectiva suficiente para discernir si ello es o no apropiado, así como el efecto positivo o negativo que puede suponer.
Y esa circunstancia no acontece ni por asomo en los menores, salvo que sean ya adolescentes, con una adecuada educación digital previa sobre el uso responsable de las nuevas tecnologías.
Llegados a este punto, tal y como a nuestro pesar está planteado el sistema educativo, con un salto más que notable desde la etapa de primaria a secundaria a la edad cumplida de doce años, se produce un cambio sustancial en ese tránsito, cuando los niños dejan de sentirse como tales para lo que les interesa, y quieren sentirse más independientes, demandando, como pretensión principal de su precoz autonomía, un teléfono móvil con acceso a internet.
Cierto es que cada vez más padres les compran smarphones a sus hijos en los últimos cursos de Primaria, es incluso antes, como regalo para la Primera Comunión. Una barbaridad, a nuestro juicio.
Pero los progenitores con hijos menores de doce años que todavía no hayan accedido a ese capricho, ciertamente están a tiempo para ponerse al día y anticiparse a lo venidero y que sus hijos vayan conociendo paulatinamente cuales son los pros y los contras del acceso a internet, no solo a través de un ordenador, sino de los teléfonos móviles.
Para ello deberemos explicarles todas las situaciones que se pueden producir en un mundo tan nuevo y atractivo como el digital, que a priori resulta del todo desconocido e inabarcable y por descontado, no exento de riesgos.
Al no disponer de un smartphone en edades tan tempranas, cierto es que debemos permitirles un acceso a las nuevas tecnologías, como la tablet o la videoconsola, para que durante los fines de semana o en periodos vacacionales puedan disponer de un tiempo prudencial para jugar, siempre que accedan contenidos no violentos y bajo nuestra supervisión, si es que no podemos jugar con ellos.
Será inevitable que nos pidan con insistencia que les dejemos nuestro teléfono móvil, y si accedemos, será preferible que sea por el menor tiempo posible y siempre en nuestra presencia, controlando las descargas que pretendan efectuar en nuestro dispositivo, si bien para evitar más de un susto en nuestras cuentas bancarias, lo más recomendable será que desactivemos los datos para que jueguen sin conexión.
No obstante, ahora se habla con cierta ligereza de los nativos digitales y no podemos olvidar que tanto para lo educativo como lo lúdico se mantienen las premisas básicas y clásicas de toda la vida, por lo que siempre será preferible para su salud física y mental, que fomentemos la lectura en papel, los juegos clásicos de mesa, amén del deporte y juego al aire libre.
Y es que para ellos la vida digital debe tener la importancia justa, porque se debe priorizar la vida real, más allá de internet, a donde podrán acceder con mayor libertad cuando sean algo mayores.
Si se ha conseguido la hazaña de que nuestros hijos lleguen a Primero de Secundaria, sin tener un teléfono móvil y conscientes de lo que ha de suponer un uso futuro responsable del smartphone, podemos sentirnos satisfechos, porque hemos superado la primera pantalla, nunca mejor dicho.
Pero es ahora cuando viene lo verdaderamente difícil, para lo que conviene estar preparados, visto que tarde o temprano, por mucho que queramos, no podremos ponerle puertas al campo, y terminen por acceder al dichoso aparatito.
Pero luchemos porque sea más tarde, que más temprano.
Hay que partir de la base de que en este nuevo tramo de edad no todos los menores son iguales, ni mucho menos; los hay más prudentes y responsables, evidentemente, pero también dependerá de la educación digital que hayan recibido previamente, de que nos mantengamos firmes, con cierta flexibilidad y por descontado, de las amistades de nuestros hijos.
Sea como fuere, debemos impedir por todos los medios que accedan a ciertos contenidos sexuales o violentos, que son inapropiados para el desarrollo natural de su madurez física y mental.
En lo referente a la sexualidad, cuando se habla de nuestros jóvenes quizás se olvida un periodo previo a la adolescencia, que es sumamente trascendente, la pubertad, momento en el que se produce la madurez sexual, lo que suele acontecer entre los diez y catorce años para las niñas y doce y dieciséis años para los niños.
En este sentido, el cambio que ha experimentado nuestra sociedad en los últimos cincuenta años ha sido radical, puesto que se ha pasado del pudor llevado al extremo, como residuo del represivo y prohibitivo régimen franquista ( que se lo digan a los que cruzaban la frontera con Francia para ver El último tango en París) a una precocidad ciertamente preocupante para el acceso a los contenidos sexuales, si bien impera cierto juego de la doble moral, similar al que acontece en Estados Unidos.
Como siempre se suele decir, en el término medio está la virtud, y quizás en nuestro país se ha encontrado el mismo en las dos últimas décadas del pasado siglo. A partir del año 2000 todo parece haberse desmadrado.
Y es que mientras que antes constituía un deseo reprimido, algunas veces satisfecho, previo tímido envalentonamiento para adquirir una publicación impresa en el kiosco del barrio, con la llegada de internet, todo ha cambiado en cuanto al acceso a la pornografía, que ahora está a la alcance de un clic y en cuestión de segundos, siendo millones los sitios web a los que se puede acudir.
Lógicamente, los efectos de un consumo de la pornografía por parte de un adolescente cercano a la mayoría de edad, no son idénticos que en un chaval más pequeño, dado que la percepción del primero sobre lo que está contemplando, le permite discernir lo que puede aproximarse a la realidad o lo que es una exageración, lo que supone una relación sexual sana consentida o lo que es una aberración, denigración o incluso agresión o abuso sexual.
Pero la pornografía tiene otra vertiente, quizás aún más peligrosa, cuando los menores de edad, no solo son los que acceden a un contenido inapropiado e íntimo, sino también los protagonistas del propio contenido, ya sea fotografiándose o grabándose a sí mismos o participando de una relación sexual o sesión fotográfica ciertamente comprometedora que puede quedar recogida por la cámara de un smartphone.
En este supuesto, una difusión de ese contenido puede permitir un acceso inmediato para cualquier persona y desde cualquier parte del mundo. Las consecuencias pueden ser devastadoras y traumáticas.
Si ya hablamos de violencia, ya sea ésta física o verbal, la misma nos ha acompañado desde siempre, en cuanto que consustancial a la naturaleza humana, si bien los medios de comunicación nos ha acercado todavía más a ella, en ocasiones sin escrúpulos, con informativos televisivos del todo sensacionalistas, ávidos de ofrecer carnaza.
Lejos han quedado ya las advertencias del presentador, alertando de que las imágenes pueden herir la sensibilidad del espectador.
En ese sentido, nuestra labor educadora y didáctica deberá ser siempre ser adecuada a la propia personalidad y carácter de nuestros hijos, dado unos son más sensibles que otros, debiendo en todo caso ser conscientes del grave daño que se puede ocasionar a través de los smartphones, como acontece con el ciberbullying.
A tales efectos debemos ser muy tajantes para advertirles sobre la suma importancia de que siempre nos hagan conocedores de cualquier situación que a ellos les pueda parecer desagradable e hiriente, incluso para un tercero.
En otro orden de cosas, debemos alertarles sobre los riesgos de los retos virales en internet, de los que ya hemos hablado largo y tendido en nuestro blog, porque aunque no implican necesariamente un componente de violencia, la mayoría de las veces si lo tienen de imprudencia e inconsciencia, incardinados en una etapa de la vida en la que todos se creen inmunes y poderosos, sin medir riesgos, como lo demuestra la reciente experiencia veraniega sobre la ausencia del uso de mascarilla y de distancia social en plena pandemia.
Y es que uno todavía se lleva las manos a la cabeza al visionar un vídeo grabado por un adolescente en el que se ve como una apelotonada masa de jóvenes vitorea a otro tras realizar un peligroso salto hacia atrás, lanzándose al agua desde una considerable distancia, con evidente riesgo de chocar con el muro de una instalación portuaria. Emular a los integrantes del Circo del Sol puede dejar a uno discapacitado de por vida, si es que no ha perdido ésta en el intento.
Por último, deberá evitarse que en los perfiles de su teléfono o de sus cuentas en redes sociales nuestros hijos alojen fotos propias o de terceros, así como cualquier otro dato íntimo que pudiera ser utilizado por algún desalmado o inconsciente. Ya hemos hablado en otros artículos previos sobre la falta de necesidad de una exposición pública, no solo para evitar una estúpida vanidad que no conduce a nada, sino por el riesgo que supone que otros accedan a nuestra intimidad.
Pues bien, conscientes de los peligrosos contenidos y de las negativas consecuencias de un inapropiado uso, nuestra labor ahora, como padres es la que demorar lo máximo posible la adquisición del dispositivo, si bien en este tramo de edad muchos progenitores ya deciden comprarles a sus hijos el dichoso móvil.
¿Cuál es la razón de qué muchos padres tiren la toalla tan pronto?
El argumento recurrente que se emplea es que un smartphone sirve para que estén localizados, lo cual es, con todos los respetos, muy simplista.
Los que ahora peinamos alguna cana, cuando éramos adolescentes o incluso, más niños, al igual que los de ahora, teníamos una hora para volver a casa, sin necesidad de ponernos en contacto con nuestros padres para decir donde o con quien estábamos o lo que hacíamos.
Y es que todo residía en una relación de confianza entre progenitores e hijos. Algunos la quebraban y se portaban mal y otros no. Siempre ha sido así.
Pero que nosotros sepamos, los riesgos que afrontábamos entonces eran incluso aún mayores que los de ahora, con una pavorosa delincuencia común, condicionada por el consumo de heroína. Los atracos callejeros eran pan nuestro de cada día.
Y ahora se da una llamativa paradoja; esa supuesta necesidad de comunicación y control parental, que obedece a una sobreprotección excesiva frente a la vida real, lo que dificulta o retarda el crecimiento personal de los hijos, colisiona frontalmente con la libertad que algunos conceden para un acceso indebido o inconsciente de las nuevas tecnologías, lo que puede dejar a nuestros hijos totalmente expuestos, indefensos y vulnerables en la vida digital.
Pero, aun aceptando esa imperiosa necesidad de controlar a los hijos, hasta el punto de tener que comunicar con ellos cada poco a través de un teléfono, nos sirve perfectamente un teléfono móvil sin internet para hacer una simple llamada o enviar un mensaje de texto. Aunque sea un ladrillo, de los de antes.
¿Cuál es el problema? Que ciertamente resulta más económico y cómodo, comunicar a través de un smartphone que a través de una llamada o un sms.
Pero más costosas serán otras consecuencias, mucho más graves y quizás entonces nos preguntemos:
¿Por qué demonios le habré hecho caso y confiado en él?
¿Por qué no habré esperado un par de años más para darle el puñetero móvil?
¿Por qué no habré atendido a los consejos de los pesados de Te acuso de acoso?
Otro argumento habitual que se utiliza por parte de los padres es que, dado que los demás chavales del grupo disponen de un smartphone, nuestro hijo va a quedar aislado y marginado del resto.
¿Aislado? ¿Marginado? ¿De qué? ¿De la vida digital o real?
Seamos serios, nuestro mundo y el de nuestros hijos ha de ser el de la comunicación personal y presencial, el de la percepción sensorial de la realidad y del entorno que nos rodea. Y todo ello no acontece en la pantalla de un teléfono móvil.
Porque, además ¿quién es el que dicta las normas para determinar que lo que la mayoría hace debe seguirse por el resto?
Un niño debe estar con cuantos amigos mejor, no cabe duda, pero si muchos de ellos únicamente valoran al otro por lo que tiene o lo critican por lo que no tiene, prefiriendo estar permanentemente empantallados en vez de charlar, dar un paseo o jugar en el parque, quizás lo que debamos es aconsejar a nuestro hijo un cambio de su círculo amistades, para buscar y encontrar a quienes sean más afines a él.
Por último, se dice que necesitan el móvil para los grupos de Whatsapp de la clase.
¿Un teléfono móvil? Mal educador será aquel que potencie ese tipo de comunicación en detrimento de otro más presencial.
Cuestión distinta es un ordenador personal en casa con acceso internet, absolutamente imprescindible para el trabajo académico, pero ello ya es harina de otro costal del que en su momento hablaremos sobre los riesgos que también comporta.
Supongamos que hemos sucumbido a cualquiera de los peregrinos argumentos y no tenemos más remedio que acceder a que nuestros hijos mayores de 12 años tengan ya un smarthpone.
Llegados a este punto, es aconsejable que nos arroguemos cierta condición policial para servirnos de las aplicaciones de control parental que nos permitan supervisar e incluso restringir determinados accesos y contenidos de los dispositivos móviles de nuestros hijos.
En este sentido, el abanico de posibilidades que se nos presenta es muy amplio, si bien debemos ser conscientes de que cuanta mayor seguridad pretendamos, mayor coste económico nos supondrá y que cuanto mayores sean nuestros hijos, mejores conocimientos digitales tendrán para saltarse esa seguridad.
Dependiendo del tramo de edad, siempre será preferible que el acceso al teléfono móvil se produzca delante de nosotros, que se disponga de un horario máximo para poder usarlo (treinta minutos al día son más que suficientes) e incluso que se condicione un mayor uso, siempre progresivo, al correcto comportamiento del chiquillo o a un razonable rendimiento académico.
Evidentemente nosotros solo seremos dueños de nuestro territorio, el de nuestros domicilios, donde disponemos de una contraseña para nuestra red wifii, que podemos cambiarla a nuestro antojo para facilitársela a nuestros hijos cuando lo entendamos oportuno.
Fuera de nuestras casas, ya implica que debamos cruzar los dedos para que nuestros hijos sean responsables, en base a la educación que les hemos dado.
En suma, tenemos una triple labor como padres, EDUCACION, VIGILANCIA Y CONFIANZA.
Educación, previa a los doce años pero siempre mantenida con posterioridad, por cuanto que nunca debe faltar una docencia digital, que incluso debemos aplicar a nuestras vidas, para mejor aprendizaje conjunto de lo que supone acceder a internet, en cuanto a sus ventajas y riesgos.
Vigilancia, si ya tienen teléfono móvil desde los doce hasta los dieciséis años, que implica una supervisión y control, más rígido al principio y más flexible después, dependiendo de su madurez y comportamiento del chaval.
Confianza, a partir de los dieciséis años, cuando nuestros hijos ya se están acercando a una mayoría de edad, en la que si bien seguirán dependiendo de nosotros, en la mayoría de los supuestos, asumirán la responsabilidad de un adulto, con consecuencias jurídicas de todo índole.
Y es que como dice el escritor escocés M.J Croan la madurez es cuando tu mundo se abre y te das cuenta de que no eres el centro de él.