Dirigida por José Corbacho y Juan Cruz supuso el primer acercamiento de nuestra cinematografía al fenómeno del acoso escolar, tras cierta sensibilización de la opinión pública y un somero trato del fenómeno a través de los medios de comunicación.
La trama parte de los elementos clásicos del matonismo de patio de colegio, favorecido por el uso de los teléfonos móviles a través de la captura de imágenes y sonidos y envío de sms. Casualmente, meses después del estreno de la película se anunciaría al mundo el primer smartphone, que supondría una auténtica revolución digital de las comunicaciones, pero también una puerta abierta al ciberbullying, que hasta la fecha ha resultado imposible cerrar.
Aunque es cuestionable en cuanto a la calidad de sus interpretaciones, destaca el siempre brillante Lluis Homar, en un papel que revela cuán importante resultan los progenitores en la transmisión de valores a sus hijos.
Pero más allá de su calidad artística, no cabe duda que su guión se asienta en un más que notable asesoramiento de profesionales especializados, ilustrando acertadamente sobre todos los protagonistas del círculo del bullying: el aislamiento e impotencia de la víctima, los depredadores que atacan en grupo, bajo los dictados del líder de la manada, los testigos que se mantienen al margen, la negación de unos progenitores y la ignorancia de otros.
Pero dicho círculo, lejos de cerrarse, añade un giro argumental que lejos de ser forzado, supone uno de los efectos más perniciosos de esta lacra social, tan difícil de erradicar.
Como espectadores nos identificamos con la hermana pequeña de la víctima, inquieta por el devenir de su desparecido oso de peluche; irradia una pureza que, con el tiempo, terminará por corromperse en muchas personas.
El lado menos amable y más cruel de la pérdida de la inocencia.