Darren Aronofsky no deja a nadie indiferente. La crítica mayoritariamente aplaude su valía como director, pero el público se encuentra todavía dividido ante sus arriesgadas propuestas, de difícil consumo para todos los espectadores.
Por ello, Cisne negro es quizás su trabajo más reconocido, al poner de acuerdo a unos y otros, con una película opresiva e impactante que no renuncia a la crudeza, pero sin concesiones a la forzada pedantería a la que Aronofsky nos tiene acostumbrados.
Natalie Portman obtuvo el Premio Oscar a la mejor actriz por su papel de Nina, una bailarina de ballet, sobre protegida por una neurótica y controladora madre, interpretada por Barbara Hershey, que lucha con ahínco por lograr el principal papel que ha quedado vacante para las representaciones de una selecta compañía de Nueva York, dirigida con mano de hierro por Thomas, interpretado por el actor galo Vincent Cassel, que se gana los favores sexuales de las bailarinas como moneda de cambio para su progreso. Pero la llegada a la compañía de una nueva chica, con la que entabla una amistad que se trunca al rivalizar por su puesto, supone mayor presión para Nina, cuyo agotamiento físico y mental hacen peligrar su cordura, antes de participar en su flamante estreno de El Lago de los cisnes.
La eterna lucha entre el bien y mal, como polos opuestos, representados como cisne blanco y cisne negro en la inmortal obra, son el pretexto para cobijar un argumento poco original, pero suplido con oníricas imágenes de una apabullante belleza visual.
De todos es conocido que el ballet es una disciplina durísima y exigente, tanto física como psicológicamente, tendente a lograr la perfección ante el público.
E infinidad de jóvenes, casi niñas, terminan sucumbiendo frente a la enorme presión, somatizada no solo en múltiples episodios de ansiedad y depresión, sino de trastorno postraumático en los supuestos más graves, máxime si van acompañadas de un acoso, como el que narra este film.
Cisne Negro obliga a posteriores visionados, porque desde el primer minuto está plagado de detalles técnicos que pueden pasar desapercibidos, pero sobre todo por el apreciable trabajo de Natalie Portman, plasmando un inquietante trastorno de identidad disociativo, no presenciado en el cine con tanta brillantez desde que Anthony Perkins nos asombrara con su papel de Norman Bates en Psicosis.