Nunca mejor dicho, da verdadero vértigo abordar la obra maestra de Alfred Hitchcock, sin sentirse abrumado como escritor no profesional, por muy cinéfilo que se considere uno.
Y si además le sumamos que es la película favorita de quien escribe estas líneas, uno tiene la sensación de perder la perspectiva, tan necesaria para afrontar un modesto análisis con la debida objetividad.
Dicho lo cual, he de reconocer que es una de las películas que más veces he visto en mi vida y cuyo visionado siempre me reporta algo nuevo.
De ella se han escrito sesudos tratados y artículos, que dejarían a la altura del betún mi osadía, al intentar aportar algo nuevo que no sea un acercamiento desde una óptica en consonancia con el resto de nuestras publicaciones del blog.
Hitchcock siempre ha fascinado a unos y otros y es difícil no dejarse atrapar por alguna de sus obras, en una larga trayectoria cinematográfica que se había iniciado con el cine mudo y que en los años cincuenta ya había alcanzado su madurez y unánime reconocimiento.
Pero quizás con Vértigo, el director británico, afrontaba un proyecto más que personal, una auténtica obsesión, como la de su protagonista, interpretado por James Stewart.
Sin embargo, el resultado fue un film adelantado a su tiempo y demasiado complejo para la mentalidad de entonces, siendo incomprendido, tanto por el público como por la crítica, que en nuestro país le proporcionó al actor norteamericano en 1958 la Concha de Plata en el Festival de San Sebastián, ex aequo con Kirk Douglas por Los Vikingos, escaso bagaje para tal magna creación artística, que también se fue de vacío en los Oscars.
Y no fue hasta una posterior revisión intelectual por parte de los críticos/cineastas de la revista francesa Cahiers du Cinéma, cuando se elevaría a Vértigo a la categoría de incontestable obra maestra, y una de las películas que desde hace décadas viene encabezando la lista de las mejores de la historia del cine.
La primera vez que tuve contacto con Vértigo fue en 1984, siendo adolescente, con ocasión de un tráiler que se repetiría incansablemente en el cine de verano, que tan feliz me hizo durante los años ochenta.
En el mismo se incluía el anuncio de la reposición de cinco películas en color, bajo el lema “Lo esencial de Hitchcok”: aparte de Vértigo, La ventana indiscreta, La soga (no estrenada anteriormente en España) ¿Pero quién mató a Harry? y El hombre que sabía demasiado, en su segunda versión.
Meses antes se podía leer una noticia publicada por El País, el 17 de noviembre de 1983, tres años después del fallecimiento del director y que ahora sirve para comprobar el gran alcance de lo que aquello suponía.
“Cinco filmes de Alfred Hitchcock, que por deseo del director británico no han sido repuestas en las pantallas mundiales desde hace más de 20 años, serán exhibidas en el Festival de Cine de Londres, que abre sus puertas el sábado, día 19…………Por motivos que nunca quiso aclarar, Alfred Hitchcock logró hacerse con el control de estos cinco filmes y evitó cuidadosamente que fueran repuestos.
Algunas viejas copias, no obstante, han circulado clandestinamente en estos años y han sido proyectadas en cine-clubs y actos culturales, no comercialmente. Sin duda, Hitchcock no desconfiaba de la calidad de las películas, puesto que ¿Pero, quién mató a Harry? era una de sus favoritas, y Vértigo y La ventana indiscreta fueron acogidas en su día por los críticos como dos de las obras maestras del rey del suspense”
Pues bien, cuando asistí a la proyección de Vértigo en una de las salas de los míticos cines Brooklyn de Oviedo, mi sensación fue de estupefacción, sin saber ciertamente si el film encajaba o no con el resto de películas de su director.
No obstante, no sería hasta el momento en que la emitieron en una maravilloso ciclo de Televisión Española sobre Hitchcock a comienzos de los años noventa, cuando me sentí definitivamente atrapado por su telaraña, no ya en cuanto a su inverosímil trama, sino en la profundidad de su mensaje, representada por una serie de impactantes imágenes aderezadas por la maravillosa composición de otro genio, Bernard Herrmann.
Poco después, tras un arduo y costoso proceso de restauración en 1996, se logró recuperar la calidad visual y de sonido, con un resultado que hubiera emocionado al propio cineasta y que a la postre permitió una edición para su comercialización en DVD, uno de los cuales conservo como oro en paño.
Por si esto fuera poco, tras nuevos visionados en el televisor, en el culmen de la cinefilia, treinta y cuatro años después de mi “primera vez” con Vértigo, en 2018 tuve la oportunidad de volver a verla en mi ciudad natal, en pantalla grande, si bien con el aliciente de escuchar la banda sonora interpretada en directo en el Teatro Campoamor. Ya podía morir tranquilo.
Siempre se ha dicho que uno de los “errores” de Hitchcock con esta película fue adelantar el desenlace que planteaba la novela en la que se basa, De entre los muertos, escrita en 1954 por Pierre Boileau y Thomas Narcejac.
En este sentido, la pretensión del realizador, siempre pendiente de todos y cada uno de los aspectos del film, era que el guión de Alec Coppel y Sam Taylor nos desvelara con un flashback, cuarenta minutos antes de finalizar, el plan urdido para engañar a Scottie.
De esta forma, se haría anticipadamente cómplice al espectador, mientras que el protagonista aún tardaría en descubrir el engaño en el momento en que la incauta Judy comete la torpeza de portar el collar de Carlota Valdés.
Los que en su día conocieron al director, sabían que, curiosamente, lo que más aborrecía Hitchcock era tener que rodar algo que en su cabeza ya tenía pergeñado visualmente, plano por plano, de comienzo a fin, sin que por ende fuera partidario de improvisaciones o de cambiar el guión definitivo, tras una estudiada revisión de sus borradores, plasmados en storyboards.
Por ello, a mayor abundamiento, tuvo que aceptar a regañadientes la imposición de una escena explicativa con la voz en off de Judy, mientras escribe la carta de despedida, que finalmente haría trizas; es además el único momento de la película en la que ya no vamos de la mano de Stewart, al que hemos acompañado en todo momento, para acto seguido pasar, contra todo pronóstico, de héroe a villano.
Sea como fuere, lo cierto es que pocos captaron la esencia que proponía Hitchcock y el espectador de la época del estreno, nada habituado a tamaña complejidad existencial, se sintió muy incomodo ante el paulatino proceso de desesperación, encarnado por uno de los actores favoritos de siempre y que definitivamente parecía parecer la cabeza, tras conocer la cruda verdad en torno al asesinato de la verdadera Madeleine.
Y de nuevo, volviéndonos a poner en la piel del espectador de entonces, un final con la repetición de la funesta caída desde la torre, ya suponía demasiada tragedia y desgarro emocional para cualquiera, teniendo en cuenta además que finalmente lograba curar la acrofobia o miedo a las alturas del modo más traumático.
Pero Scottie es además un trasunto del propio Hitchcock, un voyeur y controlador hasta el extremo, conocido por sus obsesiones con el sexo y atenazado por un sentimiento de culpa, tan propio de la tradición judeocristiana y por un físico que le impedía ser deseado por las mujeres, como él hubiera pretendido.
Durante gran parte del metraje, carente de diálogo, somos testigos de cómo el detective de Policía de San Francisco, retirado tras el incidente que tuvo como resultado el fallecimiento de un compañero, lentamente se va enamorando hasta idealizar al objetivo de su encargo, una elegante y atractiva mujer que parece estar poseída por el espíritu de su bisabuela.
Sin embargo, como tantos enamoramientos que dan lugar a relaciones que concluyen abruptamente, el fuerte sentimiento pasa a la peligrosa categoría de una enfermiza obsesión, cuando por casualidad se encuentra con Judy, que tanto le recuerda físicamente a la fallecida Madeleine.
Así se lo resumía el director a su colega francés, François Truffaut, con ocasión de la entrevista que dio lugar a un libro que siempre debe estar en la mesita de noche de cualquier aficionado al séptimo arte: El cine, según Hitchcock:
«Para decirlo de manera sencilla, este hombre quiere acostarse con una muerta; esto es necrofilia»
Por eso, en su delirante deseo de recuperar carnalmente el amor perdido, obliga a su nueva pareja a perder su identidad, quedando ésta alienada bajo una relación sumamente tóxica, presidida por chantaje emocional que es correspondido por el amor de Judy, mucho más sano que el de Scottie, pero condicionado por la grave traición previa.
Y en una de las escenas más bellas de la historia del cine, tras un simple recogimiento de cabello teñido de rubio en un moño, cuya espiral representa a la perturbada mente del propio Scottie, cual espíritu, emerge Madeleine de entre los muertos, literalmente, al compás de la emotiva composición de Herrmann
Es entonces, cuando se completa el prolegómeno sexual inverso, en el que el gozo de su contemplación libidinosa, precisamente no se logra en la práctica con una desnudez, sino todo lo contrario, para finalizar con otro de tantos besos prolongados, en los que Hitchcock burlaba las prohibiciones del Código Hays.
Hitchcock era mucho más prosaico cuando le explicaba a Truffaut la obsesión de Scottie al cincelar la estatua de su devoción:
“Todos los esfuerzos de James Stewart para recrear la mujer, cinematográficamente son presentados como si intentara desnudarla en lugar de vestirla. Y la escena que más me interesa es cuando la muchacha vuelve después de haberse teñido de rubia. James Stewart no está completamente satisfecho, porque no se ha peinado el cabello formando un moño. ¿Qué quiere esto decir? Quiere decir que está casi desnuda ante él, pero todavía se niega a quitarse las bragas. Entonces James Stewart espera. Espera que ella vuelva desnuda esta vez, dispuesta para el amor”
Curiosamente, el atrevimiento de Hitchcock ya había sido mayúsculo anteriormente, cuando en una gráfica escena que nos recuerda a La ventana indiscreta, nos muestra tendida la ropa mojada de Madeleine, incluida la interior, y que poco antes Scottie le había quitado a una, para él, bellísima mujer inconsciente.
Con Vértigo es inevitable enfangarse con otras componendas sobre la enfermiza sexualidad que emana la película, partiendo del cinismo del director, que trasladó a su protagonista extraído de un trágico poema de Poe, la fatalidad de los complejos de Pigmalión y Sísifo.
Aunque por la novela sabemos que Scottie no ha tenido ninguna relación sexual previa, por culpa de su disfunción eréctil, Hitchcock no es tan explicito, pero en su afán por “torturar” a su héroe trágico por el trauma de su impotencia, nos muestra cruelmente su frustrado intento al subirse en los peldaños que le facilita su amiga Midge, una metáfora de uno de sus “gatillazos”, mientras que en varias ocasiones aparece perfectamente visible la Torre Coit de San Francisco, un símbolo fálico en toda regla.
Pero son el rostro y en especial los azulísimos ojos de James Stewart los que, con sus expresiones e intensas miradas, nos muestran su neurosis, para luego encontrar como contrapunto el silencio y el abandono en sí mismo, al recuperarse en una clínica, tras la muerte de Madeleine, y de nuevo retornar más tarde con total virulencia, cuando obliga a Judy a subir nuevamente al campanario.
Precisamente, había sido en la clínica cuando, en los momentos más duros, su amiga Midge le demuestra un amor más puro, casi maternal, sin ataduras ni condiciones, con un consuelo y apoyo que no son correspondidos, una demostración de que al final, siempre tendemos siempre a lo inalcanzable, a lo que no poseemos.
Vértigo supone además un deleite visual, en cuanto a la diversidad de planos y en especial, para quien pretenda descifrar su código cromático, en tanto que simbología y representación de una miscelánea de distintos estados de ánimo.
Siempre innovador con su cine, Hitchcock no dejaría además testimonio de un hallazgo técnico, que con buen criterio, sería bautizado para la posterioridad como efecto vértigo o retrozoom, esto es la combinación de un zoom hacia atrás con un travelling hacia adelante, o a la inversa.
Antes apuntábamos que, salvo imposiciones, no era muy amigo de dar demasiada información al espectador, al menos explícitamente, y quizás otro de sus errores fue pensar que muchos de los que verían la película serían más perspicaces para captar las pistas que iba dejando.
Así, desde los títulos de crédito iniciales,obra de Saul Bass , nos muestra una espiral, anticipando un historia circular y con unos ojos que miran en ambas direcciones, como expresión de la duplicidad y desdoblamiento que ya luego se plasmará, con el juego de los espejos y los perfiles, y con personajes, que tras la muerte de Madeleine, ya no se mueven en la imagen de izquierda a derecha, sino de derecha a izquierda.
Decíamos también que uno de los puntos fuertes de Vértigo es su envolvente banda sonora, que es considerada como una de las mejores de la historia del cine.
No en vano, a modo de homenaje, sería escuchada en el largo tramo final de otro film que sí sería apreciado por la crítica en el momento de su estreno y ganaría además el Oscar a la mejor película, The Artist (2011).
En parte inspirada en la melancólica opera Tristán e Isolda de Wagner, sus primeros e inquietantes compases encajan a la perfección con los referidos títulos de crédito y colma luego todos los momentos en los que el diálogo brilla por su ausencia en buena parte del film, cuando la cuidada dirección de fotografía de Robert Burks nos muestra el largo periplo de Scottie siguiendo a su amada, amén de sorprendernos con un fandango durante la inquietante secuencia onírica.
En cuanto a las interpretaciones, como secundarios, nos encontramos con la dulzura y templanza que aporta Barbara Bel Geddes a la sufrida Midge, mientras que Tom Helmore encarna con corrección al criminal esposo de Madeleine, cuyo destino final no llegamos a conocer.
En este sentido, otra de las imposiciones al director fue la de rodar un lamentable final alternativo, “made in Hollywood” que afortunadamente no ha vuelto a ser visto en salas, con posterioridad a su reestreno en los años ochenta. Es más, cuando uno ahora lo revisa en youtube se aprecia que el propio Hitchcock cumplió con total desgana.
Sin embargo, Vértigo no sería tan extraordinaria sin su dúo protagonista, formado por James Stewart en su papel más extremo y Kim Novak en su doble rol, tan antagónico entre sí y que, siendo Madeleine, parece deslizarse, etérea como un fantasma, con ese forzado caminar tan propio de las modelos de desfile, en contraste con una Judy más vulgarizada.
Cierto es que ahora nos puede parecer que existe una diferencia abismal de edad entre los dos amantes, pero su trágica historia es del todo creíble para la época en la que fue rodada, sin que desentonen juntos, como tampoco antes lo habían hecho Stewart y Grace Kelly en La ventana indiscreta.
No obstante, sería ésta la última película que el actor rodaría con Hitchcock, visto el denostado resultado final, hasta el punto de que el director achacaría a su protagonista gran parte del fracaso de crítica y taquilla, lo que es del todo injusto, como el tiempo ha demostrado.
Pero, como no podría ser de otro modo, fue aún peor la relación con Novak, partiendo de la premisa de que había sido contratada, tras rechazar el papel Lana Turner, un mal menor para Hitchcock, si tenemos en cuenta que había descartado finalmente a quien realmente pretendía, Vera Miles, cuyo embarazo ofendió profundamente a un meticuloso director, que incluso se había servido de su imagen para pintar el retrato de la difunta Carlota Valdés.
El caso es que poco después de firmar, Novak planteó como exigencia subir sus emolumentos, presionando al estudio con retrasos a la hora de acudir a diferentes pruebas previas al rodaje.
Y una vez conseguido su propósito, mantuvo un permanente conflicto con Hitchcock en cuanto a la ropa y calzado, ya que no compartía la elección de un cineasta obsesivo con cualquier detalle, sin que tampoco ayudara el que ambos tuvieran que lidiar con el ego de la eminente diseñadora de vestuario Edith Head, que décadas más tardes sería parodiada en la película de animación Los increíbles (2004)
Al respecto, si bien Hitchcock se salió con la suya, en cuanto a la elección del encorsetado traje gris de Madeleine, que tanto apretaba a la voluptuosa Novak, ésta, contra todo pronóstico, impuso su osadía de aparecer sin sujetador mientras encarnaba, nunca mejor dicho, a una nada estilizada Judy.
No obstante, estamos convencidos de que en su fuero interno, el orondo realizador, pese a quedar tocado en su orgullo, estaría disfrutando aún más, dada la prominente anatomía de su estrella.
Y bien que pagó Kim Novak tanto atrevimiento con el ya clásico repertorio de torturas de Hitchcock, del que tratamos en el blog cuando escribimos sobre lo sucedido con la protagonista de Los pájaros y Marnie, la ladrona.
En este sentido, el retorcido Hitchcock le pidió innecesariamente a Novak que se lanzara al agua infinidad de veces, cuando sabía perfectamente que ya le servía la primera toma, pero también que se quedara durante varios días sentada, sin inmutarse, mirando el cuadro de Carlota Valdés, hasta que le cogiera “el punto” al papel de Madeleine.