No exageraba Carlos Pumares, conocido periodista y crítico cinematográfico, cuando nos repetía tantas veces en su mítico programa nocturno radiofónico, Polvo de Estrellas que Fernando Fernán Gómez, era un “genio trasplantado del Renacimiento…. lo hace todo bien, como actor, escritor, director….”
Ciertamente no existía mejor candidato para representar a Don Gregorio, un humilde maestro de escuela del pueblo gallego donde se desarrolla la trama de esta película de José Luis Cuerda, genial director que nos ha dejado durante 2020, año tan fatídico para la humanidad y que se ha cebado especialmente con el mundo del celuloide.
Partiendo del relato de Manuel Rivas, con un guión del reputado Rafael Azcona, mano derecha de Luis García Berlanga, La lengua de las mariposas nos muestra la cotidianidad de los habitantes de una localidad rural, como tantas otras de nuestro país, aunque no precisamente en una época cualquiera de la historia.
Y es que nos encontramos en los albores de la cruenta contienda fratricida que lo cambiaría todo y a todos, la guerra civil española (1936-1939)
Eran tiempos en los que no existía ni televisión, ni internet; la radio y prensa escrita eran las únicas fuentes de información para una población con un elevado índice de analfabetismo que a comienzos de la década rebasaba el treinta por ciento.
Y así, más allá de los rumores que llegaban de las capitales de provincia o de lo escuchado en tertulias de barra de bar, nadie podía sospechar que los entresijos y devaneos de la política nacional podrían desencadenar tal desastre, con una Segunda República en absoluto consolidada y permanentemente amenazada por la fragmentación ideológica y los extremismos de sus representantes.
Con este contexto histórico, la película de Cuerda ensalza la figura del maestro de escuela en tanto que profesión con notable trascendencia y reconocimiento social.
No en vano, quienes somos nietos de aquella generación y que luego cursaríamos E.G.B, al hablar de nuestros maestros, aún continuamos anteponiendo el Don delante del nombre, como evidencia de un respeto que desgraciadamente se está perdiendo.
Don Gregorio acoge e integra en su aula a Moncho, un niño asmático de ocho años al que le cuesta Dios y ayuda acudir a las clases, pero que muy pronto quedará cautivado de su docencia y lecciones sobre la vida y la naturaleza.
Pero esa intachable imagen que para todos ofrece el maestro de escuela y que resume el alcalde del pueblo con sus elogiosas palabras previas al discurso de despedida por su jubilación ( “Don Gregorio no solo ha preparado a los niños para la vida, sino los ha forjado como ciudadanos”) pronto quedará empañada vilmente por el desarrollo de los fatídicos acontecimientos del verano de 1936.
Aparte de Fernando Fernán Gómez, no son muchos los rostros conocidos que configuran el reparto, más allá del controvertido Guillermo Toledo (hoy Willy) pero de entre todos ellos destaca especialmente Manuel Lozano, cuya interpretación de Moncho, se vio recompensada con una nominación al Goya.
Carlos Pumares, confeso maniático en cuanto a lo personal, también se refería en su programa radiofónico a otro director, aunque no con tanto cariño, al llamar “Orsoncito” a Alejandro Amenábar, en alusión comparativa con Orson Welles.
Pero lo cierto es que más allá de lo discutible que pueda ser su obra como cineasta, no cabe duda que Amenábar tiene un enorme talento como músico autodidacta, tal y como ha venido demostrando con cada una de las bandas sonoras que ha compuesto, no solo para sus propias películas sino para las de sus colegas, siendo precisamente José Luis Cuerda quien había depositado toda su confianza en él, con la producción de Tesis, trece años antes.
Y La lengua de las mariposas, tiene una banda sonora sencilla y con pocas variaciones, pero que muestra una cadencia que acompaña como anillo al dedo a las escenas costumbristas que protagonizan los personajes y que tantas veces hemos vivido como niños, al tener nuestros primeros contactos con la naturaleza, acudir a clase o asistir a las verbenas durante la celebración de las fiestas patronales.
Pero en los últimos diez minutos de metraje, el tono amable del film se torna en amargura y desazón cuando, como espectadores, comprobamos cuán dañinos pueden ser los efectos de la manipulación de los adultos en la mente inmaculada de unos inocentes niños para que germinen las semillas del rencor.
Y ese radical cambio de actitud, que sin duda reside en un natural sentimiento de supervivencia, se enmarca en una situación límite que puede obligar a desprenderse de creencias y valores que se creían irrenunciables, para salvar el pellejo propio, sin importar que el de prójimo corra peligro.
La filosofía del sálvese quien pueda, a golpe de pedradas.