LA PELÍCULA DE HOY: LA GATA SOBRE EL TEJADO DE ZINC (1958)

Es difícil encontrar un mejor análisis de lo que suponen las interioridades de una familia muy bien posicionada, bajo el incontestable poder de un patriarca adinerado, cuya herencia es objeto de codicia, al tener éste los días contados, tras ser diagnosticado de una enfermedad terminal que sus familiares más próximos tratan de ocultarle sin éxito.

Basado en la estupenda obra teatral de Tennessee Williams, sería Richard Brooks el encargado de llevar a la pantalla este drama sureño, protagonizado por unos bellísimos y radiantes Paul Newman y Elisabeth Taylor, en pleno estado de forma, y cuyos envidiables ojos azules y violáceos, fueron la causa de que el film finalmente se rodara en color.

Al igual que en la posterior película que ya tratamos en el blog, ¿Quién teme a Virgina Woolf? (adaptación de la obra de Edward Abee, quien junto con Williams y Arthur Miller conformaban un auténtico trío de ases) el alcohol supone un acuciante problema para quien lo encuentra como tabla de perdición dentro de su matrimonio.

Pero en el caso de La gata sobre el tejado de zinc subyace un soterrado conflicto personal, por una no confesada relación homosexual del esposo con su mejor amigo, que se ha quitado la vida.

Sin embargo, si bien el papel de Taylor comparte con el que luego le daría su segundo Oscar, una sinceridad que a veces daña, su intención nunca es destructiva.

Más bien al contrario, pretende salvar un matrimonio que se despedaza por momentos, ante la apatía, indiferencia y falta de lucha de su esposo, mimado hijo de papa que nunca ha dado un palo al agua y que se refugia una y otra vez en la botella, mientras se apoya en una muleta, como metáfora de la figura protectora masculina que pudo representar bien su amante, bien su padre.

Paul Newman, fiel exponente del método y siempre implicado en sus papeles, se mostraba inquieto ante la inicial falta de intensidad de Elisabeth Taylor para darle la réplica.

Pero al final, Newman tuvo que darle la razón al director Richard Brooks, que sentía una auténtica adoración por la actriz y albergaba esperanzas de que ella diera lo mejor de sí misma, como así fue, toda vez que justo un mes antes de rodar, con solo veintiséis años, se había quedado viuda, tras el trágico accidente de avión del productor Mike Todd, con el que tan solo llevaba un año de matrimonio.

Además de Newman y Taylor, destaca la presencia del padre de familia, interpretado por un estupendo Burl Ives, cuya presencia le hace comerse la pantalla, para mostrar una soberbia, frialdad y distanciamiento afectivo, que tras el conocimiento de la fatalidad que se avecina, ceden en favor de una expiación de culpas con su hijo favorito, con el que ha mantenido las mayores disputas.

Siempre a rebufo del anterior, su ninguneada esposa, interpretada por la mítica ama de llaves de Rebeca, Judith Anderson, se muestra impotente ante el devenir de los acontecimientos.

Cierran el estupendo reparto, Jack Carson, como el pusilánime hijo desplazado por el patriarca , Madeleine Shervood, en el rol de su odiosa esposa y cuyo desagradable rostro es el espejo de su alma, arribista y ruin y Larry Gates, como el médico personal de la familia, testigo del nido de víboras en el que se encuentra, y que evidencia su desazón confesando su irrealizable deseo de recetar píldoras para hacer desaparecer a personas, como sus ricos pacientes.

Sin duda, los diálogos son lo mejor de la película, quizás adelantados a su tiempo, con palabras que más que puyas, actúan como verdaderos cuchillos afilados que son clavados en el corazón y orgullo ajeno, en un ambiente ya de por sí enrarecido y asfixiante , como muestra de que nadie se soporta ya.

Y como nueva metáfora, ese calor sofocante y húmedo que los aprisiona, abocará en una tormenta con lluvia torrencial y cuya agua será en parte purificadora para alguno de ellos.

La obra original de Williams, sufrió varias revisiones antes de ser estrenada en Broadway por Elia Kazan, con un reparto distinto al de la película, a excepción de Burl Ives y Madeleine Shervood, que respectivamente repetirían como el patriarca y su nuera.

Pero sería Richard Brooks el que, con un portentoso guión, trataría de rebajar aún más el escabroso texto que difícilmente pasaría el filtro censor del código Hays, dándole aún más presencia al cabeza de familia, que en la obra apenas interviene en uno de sus actos.

El autor, cuya convulsa vida daría para una publicación del blog (todo se andará) se mostró disconforme con el resultado final, hasta el punto de que, pese a que había pactado percibir un diez por ciento de lo recaudado, acudía a las largas colas que se formaban para entrar a las salas de cine, para desanimar a los espectadores.

Lo cierto es que Richard Brooks no era la primera opción como director, ya que George Cukor había rechazado a rodarla, sin duda sensibilizado por compartir su condición sexual con el atormentado personaje al que encarna Paul Newman.

Pero pese a no contar con Cukor, nada se puede reprochar a una realización impecable, no afectada por las ataduras del lenguaje teatral, para llevarnos de una estancia a otra de la mansión como si de distintos escenarios se tratara.

Igualmente, llama poderosamente la atención la iluminación y colorido de las escenas, con excepción de las que discurren en el destartalado sótano , precisamente en uno de los momentos más emocionantes, en los que produce la catarsis paterno filial y el convencimiento de que, si no existe afecto, lo material no sirve de nada.

La película se fue injustamente de vacío de la ceremonia de los Oscars de 1959, tras optar, con seis nominaciones, a película, director, actor, actriz, guión adaptado y fotografía.

Pero ese año fue una olvidable y ñoña Gigi la que barrió con nueve premios, todos a los que optaba.

Como curiosidad, destacar que en la traducción al castellano del título original, el siempre obsesionado censor español se procuró en eliminar el adjetivo calificativo de “caliente” que acompaña al sustantivo zinc.

En cualquier caso, para una mejor comprensión de la historia, resulta imprescindible que la película se escuche en versión original, no ya para gozar en puridad de la interpretación de todo el reparto, sino porque en nuestro país, el doblaje ni por asomo respetó la literalidad de los diálogos, demasiado crudos para el españolito de entonces.

Quien escribe estas líneas tuvo oportunidad de presenciar una de tantas adaptaciones que se han hecho de la obra teatral, y ver en el escenario del Teatro Campoamor de Oviedo, a los también muy atractivos Aitana Sánchez-Gijón y Toni Cantó (de rabiosa actualidad, como hemos descrito en una publicación reciente) para encarnar los papeles que mucho antes habían inmortalizado en el cine Taylor y Newman.

Eso sí, salvando las distancias, en especial en lo relativo a Toni Cantó, que había sustituido a un mucho más talentoso Carmelo Gómez.

Se le da mucho mejor la política. Lo malo es que se ha quedado sin partido.

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