Joey, ¿Has estado alguna vez en una prisión turca?
Es difícil no acordarse de la descacharrante Aterriza como puedas (1980) y del peliagudo interrogatorio que el comandante de vuelo, interpretado por Peter Graves, le hacía a un chaval que visitaba la cabina del avión que pilotaba, un acoso sexual en toda regla por parte de un pederasta a un menor de edad.
Pero más allá de que aquellas ocurrencias nos parecieran entonces muy graciosas (aunque hoy nos dé cierto reparo reconocerlo, vista la problemática sobre el abuso sexual infantil y que sin duda no pasarían el filtro de la decencia) la pregunta de aquel personaje apunta directamente en otro sentido, aún más irónico.
Y es que muy poca gracia les tuvo que hacer a los turcos, ciertamente denigrados, tras el estreno de la película sobre la que hoy tratamos.
Dos años antes El expreso de medianoche había constituido un enorme éxito mundial en cuanto a taquilla, amén de triunfadora en la gala de los Óscars, con dos premios: el de mejor guión adaptado, para Oliver Stone y el de la mejor música para Giorgio Moroder.
Pero además, la cinta de Alan Parker había sido nominada en otras cuatro categorías muy relevantes, como son la de mejor película,
director, actor de reparto y montaje.
Stone basa su guión en la autobiografía de Billy Hayes, un joven norteamericano, interpretado en el film por el malogrado Brad Davis, que relataba su dura experiencia sufrida en un prisión turca durante cinco años, tras ser condenado en 1970 por “contrabando” de drogas,y una prisión de donde terminó fugándose.
Era aquel un momento en el que las relaciones entre su país, presidido por Nixon, y el otomano, agobiado por el terrorismo integrista, no eran las mejores para un acercamiento diplomático que pudiera facilitar una extradición.
La realización del film es impecable y no en vano Parker fue uno de los mejores de su generación, sin que El expreso de medianoche haya “envejecido” lo más mínimo.
No obstante, gran parte de la crítica se cebó con el manierismo de Parker a la hora de retratar el horror, dotando de belleza algo que en puridad resulta desagradable, si bien no compartimos en esencia esa valoración, toda vez que se olvida que su labor es la de cineasta de ficción, que puede permitirse ciertas licencias artísticas y no la de un mero documentalista, como es el caso del director de la película sobre la que tratamos recientemente, United 93, mucho más veraz y menos melodramática.
Pero es que además, el séptimo arte admite todo tipo de visiones en cuanto al estilo, incluidas aquellas que abordan la violencia de modo paródico, siendo precisamente el glorificado Tarantino el último innovador al respecto, en cuanto al paroxismo y la frivolización que ofrece de la misma
Por si lo anterior fuera poco, en El expreso de medianoche no se aprecia amabilidad alguna, más allá de las imágenes que sugieren una relación amorosa homosexual y sí mucha crudeza, que puede llegar a ser ciertamente difícil de digerir para aquellos espectadores más sensibles, pese al tiempo transcurrido desde el estreno, vista la sociedad que tenemos ahora.
Sin embargo, sí compartimos con la crítica que el galardonado guión resulta maniqueo y xenófobo, como tantos en la cinematografía norteamericana, hasta el punto de considerar como héroes a los tres estadounidenses que persiguen la fuga (encarnados por el propio Brad Davis, un fantástico John Hurt, y un histriónico Randy Quaid) frente al resto de villanos, todos ellos turcos, incluido su traicionero compañero de celda.
Y como expresión de esa aversión hacia la nación turca, enfangada por una corrupción del sistema penitenciario, policial y judicial, contamos con el incendiario monólogo de Hayes al ejercer su derecho a la última palabra en la comparecencia ante el órgano judicial de Estambul, tras la revisión de la condena por parte del tribunal superior de Ankara.
Y así, en una sala abarrotada en la que todos los juzgadores, el fiscal y hasta su propio abogado ya nos resultan repulsivos y siniestros por su aspecto, el ahora condenado a treinta años de prisión, llama “cerdos”, a todos los nacionales, sin excepción, del país otomano, llegando a ironizar sobre la prohibición de no comer carne porcina que impone la religión musulmana, frente a la más civilizada judeocristiana, cuyo símbolo, Jesucristo, llega a ser mentado por el propio Hayes.
Además, Parker, tiene la retorcida habilidad de no traducir con subtítulos lo que se habla en turco, más bien se grita, durante buena parte de la película, y que para la gran mayoría de la población que no sea de aquel país, resulta ininteligible, a la par que amenazante.
Sentado lo anterior, a nadie puede extrañarle que la película fuera rodada en Malta, y no en Turquía, que oficialmente expresó sus protestas ante lo que consideraba una imagen despreciativa para su país, si bien luego se cuidaría de revisar una infraestructura penitenciaria que en la película aparece decrépita, plena de podredumbre y un espacio idóneo para la degradación humana.
En este sentido, si ya hablamos de la prisión en la que Hayes cumple condena, los maltratos y violaciones están al orden del día, con un despiadado carcelero a la cabeza de la infamia, interpretado por Paul L. Smith.
Se trata éste de un actor que nos impactó a muchos, cuando lo vimos por primera vez en nuestros ochenteros televisores, hasta el punto de que nunca hemos sido capaces de olvidar su aspecto y su mirada perversa, que acompaña a su enorme brutalidad.
Quizás sea porque L. Smith nos recordaba físicamente a otro intérprete, mucho más famoso y que siempre nos hacía reír en la infancia, Bud Spencer.
Sin embargo, a diferencia de los sopapos a mano abierta de los personajes de Spencer como ejercicio de una violencia ciertamente bufonesca, el degenerado carcelero, entre sudores, disfruta con saña y sadismo cada vez que golpea a un preso, somete sexualmente a algunos de sus prisioneros e incluso trata de dar ejemplo a sus propios hijos en el mismo patio de la cárcel, mientras castiga a palos a otros de su edad que se han descarriado.
Si hemos de quedarnos con alguna escena de El expreso de medianoche, por impactante,amén de realizada e interpretada con esmero, quizás sea la de la visita de la abnegada novia del protagonista, cuando Hayes ya se encuentra hacinado junto al resto de enfermos mentales, tras haber asesinado salvajemente a su ladino compañero de celda.
Y es que aunque resulta un momento ciertamente forzado por tardío ( sin duda para dotar a la historia de un mayor suspense) no cabe duda que refleja la desesperación de una pareja que se enfrenta a un drama que abocará indefectiblemente en el suicidio, salvo que se produzca la fuga, como finalmente acontece.
Es en ese momento final, al salir Hayes tranquilamente de prisión, uniformado de carcelero, cuando recuperamos el sonido de los latidos de su corazón, que al principio escuchábamos mientras éramos testigos de su nerviosismo, al arriesgarse a pasar torpemente nada menos que dos kilos de hachís adosados a su estómago, en un momento en el que eran recurrentes los controles en los aeropuertos, con un estado turco en permanente tensión por los últimos atentados con chalecos-bomba.
Decíamos antes que el premiado Stone se había basado en la biografía del propio Hayes, pero éste luego reconocería que se habían exagerado los términos y que algunos de los hechos que se narran en la película no sucedieron en la realidad.
En este sentido, Hayes nunca fue violado, ni tampoco tuvo que matar a ningún guardián para fugarse, ni siquiera en defensa propia, como aparece en el film y lejos de ser un simple turista que puntualmente había cometido una mayúscula temeridad de intentar pasar droga, ya había trapicheado en alguna ocasión tal y como reconocería luego.
Si bien su escapada es mucho menos hollywoodiense, al verse obligado a sobornar a alguno de sus carceleros, mayor esfuerzo y riesgo le supuso tener que abandonar Turquía, país al que tardaría en regresar, por recomendación de las autoridades norteamericanas.
Decíamos antes que aparte de Oliver Stone, Giorgio Moroder también había obtenido la dorada estatua, en este caso de forma totalmente inmerecida, a nuestro juicio.
Y es que al margen del pegadizo tema principal, la composición plagada de sintetizadores de El expreso de Medianoche ha aguantado penosamente el paso del tiempo, por mucho que en su época fuera el no va más, ganándole además la partida a otros tres rivales de aúpa que debieron quedar estupefactos: John Williams (Superman) Jerry Goldsmith (Los niños del Brasil) Ennio Morricone (Días de cielo) y Dave Grusin (El cielo puede esperar)
Eran otros tiempos, se llevaba el teclado.