Tras contemplar la sensacional actuación de Ray Milland en este film, dirigido por el genial Billy Wilder, resulta sorprendente que el actor no hubiera progresado con una brillante carrera, similar a la de otros intérpretes contemporáneos, como Henry Fonda, James Stewart, Gary Cooper o Cary Grant, máxime después de haber conseguido un merecidísimo Oscar al mejor actor protagonista y tener un físico más que adecuado para interpretar gran cantidad de roles de relevancia.
Su argumento es más bien simple, como lo es la vida, en ocasiones, pero tan profundo como el problema del que trata, porque con Días sin huella nos adentramos en el infierno del abuso del alcohol y en su consiguiente adicción, de cuyos efectos ya tuvimos ocasión de escribir en nuestro blog, no solo para quien la padece, sino para sus personas más cercanas.
Ray Milland encarna el papel de Don Birnam, un escritor fracasado por culpa del alcohol, que ha tocado fondo, arrastrado por una enfermedad autodestructiva que siega cualquier atisbo de recuperación personal, pese a que cuenta con el incondicional apoyo y cariño que le dispensan tanto su novia como su hermano, interpretados por Jane Wyman y Phillip Terry, respectivamente y con los sabios consejos del barman, encarnado por Howard Da Silva, que intenta que su cliente recapacite, pese a que nunca deja de servirle otro trago más, en un país que se digna de ser tan libre como Estados Unidos,cuya ciudadanía mayoritariamente seguía resentida por el legado de la represiva Ley seca (1920-1933)
Días sin huella no escatima en dureza ni elocuencia, a la hora de mostrarnos los perniciosos efectos del alcohol, como impedimento de integración en la sociedad pese a que se trata de una droga legal.
Así,de la mentira sistemática, como pertinaz negación, a modo de autoengaño del propio alcohólico, con promesas que muy pronto incumplirá, se pasa a la desesperación por comprar otra botella, so pena de empeñar objetos de mucho valor económico o sentimental o de ser denunciado, por robar a otra persona.
Pero el film también aborda sin tapujos los crudos efectos en la salud corporal y mental, somatizándose un padecimiento que, cual montaña rusa, parte de un incontrolable “mono” que fácilmente vence a la voluntad ,el deleite tras lograr de mojar los labios por enésima vez y un delirium tremens, que desemboca en un ingreso hospitalario y en una devastadora depresión.
Además, nos muestra cómo el líquido elemento arrasa con todo, sin importar quien sea su víctima, que en el caso de este literato, de nada le sirven su intelecto y teorización sobre la vida, ante lo que nuevamente se le viene encima.
Pero como siempre se ha dicho, el amor lo puede todo y sin tener un final feliz al uso, “made in Hollywood”, al menos concluye con cierta invitación a la esperanza.
Y así, el escritor, como tantos y tantos enfermos de esta lacra social que es el alcoholismo, al tiempo que empieza a recobrar su dignidad como persona, es consciente de que no estará solo en la lucha,pues seguirá contado con poderosos aliados para combatir esta perversa enfermedad.
Amén del premio conseguido por Milland, la película obtuvo otros tres Oscars de máxima relevancia, de los siete a los que aspiraba: mejor película, mejor director y mejor guión adaptado, escrito conjuntamente por el propio Wilder y Charles Brackett, reputado novelista y guionista de otras joyas como El crepúsculo de los dioses, Ninotchka o Bola de fuego.
De Wilder podríamos estar escribiendo tanto, que aburriríamos al lector, pero su genio (elevado a lo divino por Fernando Trueba) quedaría plasmado en muchas obras maestras, de distintos géneros cinematográficos.
Sirva como ejemplo, una breve relación de maravillosas películas,que también aspiraron al Oscar, en el apartado de mejor director: Perdición,la citada El Crespúsculo de los dioses, Traidor en el infierno, Sabrina, Testigo de cargo, Con faldas a lo loco y El apartamento,su segundo premio de la Academia.
Aparte de varios hallazgos visuales en la realización de este film, cuyas imágenes contienen tintes neorrealistas,próximos al italino,destacaríamos un comienzo que indefectiblemente nos recuerda al inicio de la posterior Psicosis.
Así, tras haber sobrevolado varios tejados de la ciudad, como espectadores y testigos de un drama humano, a través de una ventana nos adentramos en la intimidad de una persona, casi por azar.
Amén de sus cuatro premios dorados, Días sin Huella fue un éxito rotundo de crítica y público, pero su rodaje había sido problemático, hasta el punto de que llegó a peligrar su estreno, visto el fuego cruzado en medio del que se encontraba su productora, Paramount Pictures.
Por un lado, por la presión de empresas del sector de la producción y venta de alcohol, que incluso con millones de dólares encima de la mesa, trataban de evitar que se promocionara la imagen negativa de un bebedor.
Por otro lado, arreciaba una lluvia de protestas por parte de poderosas asociaciones contrarias al consumo, que entendían justo lo contrario.
A Dios gracias, la película ya ha pasado a la historia del cine, como la primera y acertada aproximación a un duro fenómeno social, que hasta entonces solo era visto en Hollywood de soslayo, con cierto desdén o frivolidad, asociando la figura del borrachín a una comicidad bufonesca, ajena al enorme problema que representa la enfermedad del alcoholismo.