No es la primera vez que en el blog abordamos la problemática de la adicción a las bebidas alcohólicas.
En este sentido, el pasado 2020 publicamos un artículo de aproximación a este preocupante fenómeno de la sociedad, en cuanto que enfermedad que no solo afecta gravemente a quien la padece, sino también a su entorno más íntimo.
Igualmente, tuvimos oportunidad de escribir una reseña de una de las películas más desgarradoras de Billy Wilder que narra el descenso a los infiernos de un alcohólico.
Pues bien hoy, nos referimos a Días de vino y rosas, una de las mejores películas de Blake Edwards , consagrado director que cuenta con exitosas obras como Desayuno con diamantes, El Guateque o la saga de la Pantera Rosa.
En este caso, alejado de las comedias que le hicieron famoso, Edwards, partía del guión de JP Miller que ya se había trasladado a televisión en una realización de John Frankenheimer con Cliff Robertson y Piper Laurie como pareja protagonista, para profundizar en la agridulce vivencia de un matrimonio, marcado por la previa adicción del esposo.
Es muy sencillo referirnos a la estructura de la película, visto que acude a la eterna composición de una presentación, nudo y desenlace sobre la historia de Joe, un ciudadano medio norteamericano sin problemas diversos o más graves que los de cualquiera pero que arrastra a su alcoholismo a su joven esposa Kirsten.
En primer lugar, tras conocerse y enamorarse durante un breve noviazgo que aboca en un precipitado matrimonio, Joe y Kirsten inician lo que parece una etapa idílica en la que sumergen sus mundana existencia en el alcohol, como fácil vía de escape que les reporta lo que parece una agradable desconexión diaria.
Cierto es que en el film se culpabiliza a Joe de la adicción de ambos ,visto que por su trabajo de relaciones públicas se ve obligado al permanente contacto con personas que beben asiduamente, y que muy pronto reprocha a Kirsten que no le acompañe en su aventura etílica, cuando éste llega ebrio a su hogar.
A continuación, paulatinamente ambos se ven aplastados por la creciente bola de nieve de una adicción que empieza a pasarles factura.
En el caso de Kirsten, que ya bebe asiduamente en casa donde permanece muchas horas al cuidado de la hija pequeña del matrimonio, deviene en una preocupante dejadez y conducta inestable, que tiene como punto álgido el que provoque un incendio durante una de sus borracheras y sufra más de un coma etílico.
Y en el caso de Joe, sucesivas pérdidas de empleo y la relegación a una posición económica que apenas les permite llegar a final de mes, viéndose ambos obligados a trasladarse a vivir con el padre de la esposa.
Finalmente asistimos a los intentos para intentar desengancharse, no sin sobresaltos y con resultados dispares.
Y es que si bien Joe acude regularmente a Alcohólicos Anóminos e intenta redimirse tras una grave recaida, Kirsten lo fía todo a su endeble voluntad.
Con su amargo final, Días de vino y rosas tampoco permite vislumbrar un futuro esperanzador, con un ya deshabituado Joe que a través de la ventana contempla descorazonado a la todavía alcohólica Kirsten, mientras ella regresa a su incierto destino.
Y ello tras haberse negado su esposo a aceptar su vuelta incondicional, con una metáfora absolutamente descriptiva: en el bote de la salvación solo hay sitio para dos y sobra la botella como parte de un trío de imposible coexistencia.
Es evidente que la película no sería tan sobresaliente si no fuera por la pareja protagonista que componen Jack Lemmon y Lee Remick, ambos impresionantes en sus actuaciones.
En cuanto a Lemmon, si bien desarrolla inicialmente un personaje que nos recuerda al ya encarnado en El apartamento, muy pronto se desmarca para ofrecer lo mejor de sus registros interpretativos,que van desde la comedia al drama, para mostrarnos los extremos de un alcohólico
En este sentido comprobamos el lado más simpático se evidencia al tiempo que se ve afectado por la ingesta, pero también como ae convierte en una persona fuera de sí, agresiva y enloquecida que incluso llega a destrozarlo todo en busca de una botella oculta en una maceta o entra abruptamente en una licorería para hurtar otra, debiendo ser ingresado en ambas ocasiones en un pabellón psiquiátrico.
Y hablar de Remick es hablar de su expresividad y dulzura que se va transformando en una bella crueldad, con uno de los rostros más hermosos que ha dado el cine y cuyos azules ojos apenas pueden disfrutarse con el esmerado blanco y negro de la película.
Sin duda ambos hubieran merecido la recompensa de sendos Oscars a la mejor interpretación, pero en la edición de 1963 la competencia era feroz, resultando vencedores Gregory Peck por su inolvidable papel en Matar a un ruiseñor y Anne Bancroft por el Milagro de Anna Sullivan.
Como actores secundarios destacan Charles Bickford interpretando al abnegado padre de Kirsten, que ve como la niña de sus ojos se va perdiendo sin que nada pueda hacer y Jack Klugman encarnando al orientador de Alcohólicos Anónimos, único que por su dramática experiencia es capaz de anticipar el difícil futuro que le augura a Joe como abstemio que decide seguir con su adicta esposa.
Es precisamente el segundo quien le transmite una información valiosísima que en realidad va dirigida al espectador, para sensibilizar sobre una conducta que poco tiene que ver con un vicio y todo con una enfermedad y que puede afectar indistintamente a cualquiera.
A un espectador del siglo XXI no cabe duda que le llamará poderosamente la atención lo mucho que se fuma durante la película, incluso en las reuniones de la terapia de grupo para los alcohólicos.
Y es que en los años sesenta a nivel de población aún no se era consciente de los nocivos efectos del tabaco en la salud de las personas, siendo precisamente el cigarrillo el habitual compañero de juergas de una copa de alcohol, una sinergia o maridaje muy difícil de desensamblar.
Días de vino y rosas sí se llevó el Oscar a la mejor canción compuesta por Johnny Mercer y un músico ligado eternamente a Edwards y con el que compartió la gloria en sus largas y exitosas trayectorias, Henry Mancini.