No resulta fácil para un espectador medio, que géneros tan clásicos como el horror y en especial, el cine de vampiros, sean revisados de forma alternativa, como la que plantea esta producción sueca.
Si bien la última década del pasado siglo nos había dejado varias muestras de dicha temática, con excelente calidad pero sin renunciar a la taquilla, con títulos como Drácula de Bram Stoker, dirigida por Francis Ford Coppola o Entrevista con el vámpiro, de Neil Jordan, con el nuevo siglo asistimos a sagas edulcoradas como Crepúsculo o visiones estrafalarias de personajes clásicos, como Van Helsing, que ciertamente causaron rubor a los más puristas aficionados del género.
Pero Déjame entrar tuvo muy buena aceptación, tras el éxito obtenido por la homónima novela de John Ajvide Lindqvistel, que se ocupó del guión del film, lo que garantizó una mayor fidelidad para la adaptación de su obra literaria
La película constituye un humilde ejercicio de cine independiente, que aborda sin tapujos la soledad infantil de tantos menores, abandonados a su sufrimiento diario, frente al silencio de un entorno adulto, tan gélido y severo como los parajes que aparecen durante todo el metraje del film.
Por un lado, la soledad humana, representada por el niño protagonista, sumido en el divorcio conflictivo de sus padres y atenazado por el acoso que padece diariamente en el colegio, cuando es hostigado y agredido sin piedad por tres compañeros.
Por el otro, la soledad del no muerto, encarnado por el niño vampiro, que arrastra consigo la maldición de su condición y se sirve de un adulto, que debe intentar procurarle alimento, para que la bestia reprima sus instintos de salir a cazar por la noche.
Con su encuentro, ambos buscan el remedio temporal de sus males, como preludio de un amor, tan inocente como desequilibrado, por ser uno de ellos, muy a su pesar, un sanguinario monstruo.
Pese a que Hollywood apenas tardaría en fijarse en esta original recreación del género y que tan solo hubo que esperar dos años para ver su aceptable remake, la versión americana opta por una mínima variación argumental, dotándole de un toque de suspense policíaco que poco aporta a la trama.
Además, la frialdad y ambigüedad sexual de la niña sueca Lina Leandersson, supera con creces la candidez y dulzura de la ahora consagrada Chloë Grace Moretz, cuya transformación se ve lastrada por el CGI o imágenes generadas por ordenador, que ciertamente no han envejecido nada bien, una década después.
De ritmo pausado, no exento de crudeza, Déjame entrar no da tregua al espectador, con un final amargo y descorazonador, en el que un niño de 12 años asume un rol que implica un perpetuo sacrificio, más doloroso aún que todos los crueles golpes e insultos que ha recibido en el colegio.