Hace poco, cuando me cambiaba en el vestuario de una piscina, a la que acuden adultos y menores que realizan cursillos de natación, tuve oportunidad de ser testigo de una de esas desiguales conversaciones, por llamarlo de alguna forma, que se dan entre padres e hijos pequeños.
El padre agobiado, trataba de acelerar a su hijo, que se lo tomaban con una calma chicha, que desesperaba al primero.
La explicación es muy sencilla y puede servir para múltiples ejemplos de convivencia entre progenitores e hijos: adultos y niños vamos siempre a ritmos diferentes.
¿Y qué decir de los niños desobedientes, que parecen sordos,cuando se les habla?
¿O de aquellos con rabietas interminables, que son capaces de amargarnos un momento de esparcimiento en un establecimiento público, cuando el renacuajo ha decidido revolcarse por el suelo,en señal de protesta?
¿ O de los que no dejan de interrumpirnos mientras hablamos o son tan ruidosos que hasta muchos trenes disponen ya de “vagones silenciosos” para sus viajeros adultos?
¿O de ese niño que nos bombardea con balonazos o arena, mientras tratamos de descansar plácidamente en la playa?
¿O de ese niño que siempre te deja en evidencia, contando algo íntimo que ha escuchado o visto y debería ser secreto de Estado?
Son tantos los ejemplos, que podríamos estar horas escribiendo, pero sería el gran cantautor Joan Manuel Serrat quien los condensaría en una magnifica canción, perteneciente a su álbum En Tránsito, publicado en 1981.
Serrat, en sus intervenciones siempre ha dedicado el tema a los niños y al humorista Miguel Gila, de quien había escuchado el término de locos bajitos.
Es su entrañable letra, poesía pura y una evidencia de que, cuarenta años después, los niños de entonces, siguen siendo como los de hoy y siempre seguirán así.
Lo triste es que ahora, para que no nos den la turra, lo fácil es empatallarlos, no ya al televisor con las dos cadenas de programación que teníamos antes y con limitado horario infantil, sino a un videojuego, teléfono móvil, tablet u ordenador que ni siquiera controlamos.
Es sin duda, la extraña paradoja de sobreproteger a nuestros hijos en la vida real y que puedan quedar desamparados en la digital.
Al final, un día comprobaremos que han crecido demasiado rápido y es entonces cuando desearemos haber podido parar el tiempo.
A menudo los hijos se nos parecen
Y así nos dan la primera satisfacción
Esos que se menean con nuestros gestos
Echando mano a cuanto hay a su alrededor
Esos locos bajitos que se incorporan
Con los ojos abiertos de par en par
Sin respeto al horario ni a las costumbres
Y a los que por su bien, hay que domesticar
Niño, deja ya de joder con la pelota
Niño, que eso no se dice
Que eso no se hace
Que eso no se toca
Cargan con nuestros dioses y nuestro idioma
Con nuestros rencores y nuestro porvenir
Por eso nos parece que son de goma
Y que les bastan nuestros cuentos
Para dormir…
Nos empeñamos en dirigir sus vidas
Sin saber el oficio y sin vocación
Les vamos trasmitiendo nuestras frustraciones
Con la leche templada
Y en cada canción
Niño, deja ya de joder con la pelota
Niño, que eso no se dice
Que eso no se hace
Que eso no se toca
Y nada ni nadie puede impedir que sufran
Que las agujas avancen en el reloj
Que decidan por ellos, que se equivoquen
Que crezcan y que un día
Nos digan adiós