Habiendo transcurrido más de un mes desde que fue decretado el Estado de Alarma y tras el reciente anuncio de la prorroga de otros quince días más, es evidente que en nuestros calendarios los días se acumulan, uno tras otro, al tiempo que la paciencia empieza a agotarse y el ánimo decrece.
Cierto es que el Gobierno ha aprobado que se pueda retomar la actividad laboral no esencial, siempre que se no se disponga de la oportunidad del teletrabajo y que está previsto que los menores de 12 años puedan empezar a salir próximamente, pero la mayoría de la población continuará, como hasta ahora, confinada en sus domicilios, al menos hasta el 9 de mayo de 2020.
Resulta incuestionable que la prolongada incertidumbre está variando el comportamiento colectivo.
Desde el periodo inicial caracterizado por la incredulidad ante una situación imprevista, acompañado de la incesante difusión de memes y bromas, que a todos nos han llegado por cuadruplicado, se ha dado paso al momento actual en el que, nunca mejor dicho, esperamos la vuelta a normalidad como agua de Mayo.
Pero lo que ha venido siendo recurrente desde el inicio del confinamiento es que desde los balcones y ventanas de nuestros edificios, amén de dar rienda suelta a aficiones y aptitudes artísticas para amenizar al vecindario, nos hayamos sumado para aplaudir diariamente al colectivo de sanitarios.
Esa ovación muestra el lado más amable y solidario de las personas, que en un ejercicio de empatía se solidarizan con quienes luchan diariamente por salvar vidas ajenas, sufriendo la imprevisión administrativa a la hora de dotarles con material apropiado para la prevención del contagio de un virus qué tanto daño está causando en el mundo entero.
Pero existe otro lado menos amable de parte de la población, sin duda crispada ante el confinamiento.
Nos referimos a quienes desde esos balcones y ventanas se dedican a menospreciar e insultar a los peatones que circulan por las vías públicas, sin un mínimo de evidencia de que no están respetando las restricciones impuestas.
Es evidente que no debemos exculpar a los descarados e irresponsables que pasean a su perro varias veces sin necesidad, van a la compra repetidamente a lo largo del día o salen a hacer ejercicio.
Como por ejemplo, el ex Presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, que supuestamente ha incumplido la prohibición, saliendo de su casa para pasear con ropa deportiva.
Muchas veces se ha insistido en que la clase política es la primera que debe dar ejemplo a sus votantes, y si se confirma la noticia, debería comparecer públicamente para pedir disculpas y afrontar como se merece la imposición de una sanción económica que va desde los 600 a los 30.000 euros.
Pero ello no da derecho a la amenazas o insultos de que aquellos que infringen la prohibición, por mucho que sea flagrante su comportamiento, siendo la educación y no la fiereza, el único antídoto existente frente a los infractores, que incluso pueden reaccionar violentamente al ser descubiertos y reprochados.
Amenazas, que son ciertamente punibles y enjuiciables como delitos leves, al igual que aquellas injurias que el Juzgador entienda como graves o que se cometan con publicidad, como por ejemplo a través de las redes sociales.
Y es que en internet suelen acompañarse los insultos a los infractores con las imágenes de sus paseos o escapadas, lo cual puede constituir una vulneración de la normativa de protección de datos y enjuiciable en la jurisdicción civil, al igual que aquellas injurias que se entiendan leves, por constituir una violación de los derechos del honor, intimidad y propia imagen.
Es cierto que por parte de nuestras autoridades se ha venido insistiendo a la ciudadanía en la necesidad de denunciar este tipo de situaciones pero conviene matizar que esa necesidad no constituye una obligación, salvo que se presencie la comisión de un delito.
La denuncia, como obligación del ciudadano, está prevista en el artículo 259 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, pero si hablamos del ámbito administrativo sancionador, haya o no estado de alarma, tal posibilidad está contemplada en artículo 7 de la Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo, de protección de la seguridad ciudadana, exclusivamente en relación a las autoridades y funcionarios públicos, superada ya con creces aquella previsión contenida en la vetusta Ley de Orden Público de 30 de enero de 1959, que obligaba a denunciar a toda persona que conociera los hechos descritos en la legislación de orden público.
E incumplir la restricción no es delito, en principio, sino una infracción administrativa, por lo que no debemos, si no queremos, convertirnos en policías de barrio para denunciar al infractor y si lo hacemos, conviene ser discretos para evitar males mayores y provocar enfrentamientos.
No somos pues los ciudadanos y sí las administraciones las que deben actuar, con la firmeza con que lo han venido haciendo y están demostrando que no les tiembla la mano a la hora de hacer cumplir las restricciones impuestas, hasta tal punto que se supervisa el consumo de luz y la generación de basura en segundas viviendas e incluso se estudia impulsar la geolocalizacion de los teléfonos móviles para los movimientos de las personas.
No obstante lo anterior, deberá de confirmarse la validez conforme a derecho de las 600.000 propuestas de sanción que han sido emitidas hasta mediados de abril, amén de enjuiciarse los más de 5.000 delitos que han dado lugar a sendas detenciones policiales.
Antes hablábamos de una mayoría de personas solidarias y empáticas, pero desgraciadamente existe otra minoría detestable que genera situaciones injustas y reprobables en el orden penal, por ser constitutivas de delitos de injurias, coacciones, acoso, daños e incluso de odio.
Y así, se insulta a desesperados progenitores que necesitan salir a pasear con sus inquietos hijos, que padecen autismo, síndrome de Down u otra discapacidad física o intelectual, hasta el punto de verse obligados a portar un distintivo visible que revele su condición, lo que puede dar lugar a una infame picaresca o al riesgo de una estigmatización.
E igualmente agotados sanitarios y trabajadores de supermercados llegan a casa tras una jornada maratoniana y se encuentran en sus buzones o puertas con avisos anónimos conminando a que se vayan a vivir a otro lado para evitar contagios, o incluso como graves insultos y daños materiales en sus bienes, como los sufridos por una doctora, que al acudir a su garaje comprobó que su vehículo estaba pintado con una frase que rememora actitudes propias del nazismo: “Rata contagiosa”
Tales actos demuestran suma vileza y plasman el lado menos amable y más estúpido de las personas.
No estamos pues obligados a denunciar a una persona que infringe una norma administrativa como la impuesta durante el confinamiento. Pero sí constituye una obligación que denunciemos situaciones en las que se agreda física o psicológicamente a otro.
Decía el filósofo Edmund Burke que el miedo es el más ignorante, injurioso y cruel de los consejeros.
Pero un miedo condicionado por la necedad no exculpa ni atenúa la responsabilidad.