Animamos a nuestros lectores para que completen el título de esta publicación, pero estamos convencidos de que, en función del grado de cabreo, será una alusión a partes de su anatomía, unas más pudendas que otras.
No cabe duda que los anglicismos campan por sus anchas en nuestro hablar y escribir cotidianos, influenciados por unas redes sociales que de facto han revelado a la prensa, como cuarto poder, para imponer directamente los términos sin traducir o bien adaptándolos al castellano (la moda es “reportar”) lo que en suma implica dar continuas patadas al diccionario y un empobrecimiento de nuestro léxico, tan rico hasta hace pocos años.
Pero lo cierto es que curiosamente se está adoptando una novedosa terminología en castellano, tan sumamente cursi, que incluso chirría en los correctores informáticos de nuestros escritos, como nueva normalidad, resiliencia, ocio nocturno y fatiga pandémica
Importado desde la Organización Mundial de la Salud, el término ciertamente suena a nombre de grupo músical de la movida madrileña de los ochenta.
Podríamos definir fatiga pandémica como la situación de agotamiento psicológico, provocado por un sentimiento de frustración, impotencia, hartazgo y crispación ante los acontecimientos generados por la pandemia y un pesimismo más cercano al realismo, ante el futuro que nos espera, lo que en algunos ciudadanos puede incluso implicar una desgana y relajamiento, ante las medidas impuestas para prevenir los contagios.
Pues bien, aunque podamos parecer agoreros y fatalistas, la realidad es tan cristalina que no sería descabellado decir que la pandemia ha pasado, pasa y pasará una factura demasiado elevada para la salud mental de la población.
Por un lado, la situación sanitaria dista de estar controlada y el temor a los contagios se mantiene, con una aleatoriedad que nos sigue sorprendiendo, afectante a todos los sectores de la población y no solo a uno en el que el riesgo ya se daba por hecho, el de la tercera edad, donde el señor de la guadaña acecha impertérrito.
Pero la situación económica tampoco invita al optimismo, con autónomos que no saben si abrir o cerrar la persiana de sus negocios, dado que las ayudas que llegan, apenas sirven para pagar las cuotas sociales, progenitores que ven como la educación y actividades extraescolares de sus hijos se resienten en una etapa crucial de sus vidas o sanitarios que ven como se vuelven a saturar las plantas de los centros en los que trabajan
Cierto es que dentro de la ciudadanía, existen sectores muchos más protegidos que otros y en estos momentos los criticados sindicatos ha de cobrar una especial relevancia, a muchos niveles.
El confinamiento más severo nos sirvió para aguantar carros y carretas durante tres meses y desahogarnos pacientemente.
Muchos ya nos alertaban entonces que un segundo confinamiento sería insoportable para una gran parte de la ciudadanía y aunque ya en la tercera ola, parece poco probable volver a una situación como la de marzo de 2020, la incertidumbre sobre la situación sanitaria y el permanente “abre la muralla, cierra la muralla” de soluciones varias, está agotando la paciencia de muchos, desesperando a otros, deprimiendo a bastantes y crispando al resto.
Llegados a este punto, cabe preguntarse cuál es el origen de esta penosa situación y si hay solución posible para remediarla.
Pues bien, aunque puede parecer muy manido, en puridad, un ciudadano que paga sus impuestos y que deposita su confianza, a través de un voto, para que sus representantes políticos sean eficientes y responsables, a medio plazo debería aspirar a unos resultados concretos, que despeje el panorama, no ya solo individualmente, sino para la colectividad, sobre una premisas de cierta previsibilidad socioeconómica, que en esencia siempre son volubles.
¿No queríamos tener un Estado Federal? Pues no es una temeridad aseverar que en la práctica ya lo tenemos, al menos en cuanto a la gestión de la pandemia, pero que viene funcionando como nuestras posaderas, por decirlo finamente.
Y es que el Gobierno central, tras pasar por momentos difíciles al inicio de la pandemia, ha respirado después del verano, cuando “todos salíamos más fuertes” y cual Poncio Pilatos, se ha lavado las manos, al ceder la gestión de la crisis sanitaria a las Comunidades Autónomas .
Pues bien, amén de que el coronavirus nos ha venido demostrando que no solo luchamos contra un enemigo invisible (otra horterada más, que tanto les gusta decir a los mandatarios) no existe eficiencia en muchos de nuestros mandatarios, ya sean éstos del Gobierno central, autonómico o municipal.
Si a ello le unimos el que desde las instancias judiciales tampoco se está favoreciendo a una uniformidad necesaria para consolidación de una gestión, ya sujeta con alfileres, se juntan el hambre con las ganas de comer.
Como consecuencia de todo ello, existe una galopante inseguridad jurídica, habida cuenta de la colisión, no solo entre la Administración central y la periférica, que en su mayor medida obedece a intereses partidistas, dentro de esta odiosa polarización que nos ha tocado vivir , sino también entre la propia Administración y la Justicia, sin que suponga una exageración señalar que los ciudadanos estamos todos los días, a verlas venir, ante las improvisaciones que nos vienen impuestas.
Y tiempo suficiente han tenido unos y otros para impedir tamaña improvisación, cuando ya desde el principio se sabía que afrontábamos una pandemia, con una mutación previsible del virus y con un horizonte marcado por una tardía aparición de una vacuna eficiente para combatirlo.
Pese al despropósito existente, los políticos siguen arrojandose los trastos y ya desde el inicio muchos estamos estupefactos, mirando de un lado a otro, como si de un partido de tenis se tratara.
Y todo ello,con las manos atadas,porque nuestra obligación como ciudadanos de un Estado de Derecho y en democracia es la de cumplir lo que se nos ordena.
Pero cuando lo que nos afecta, a tantos niveles, cambia según de donde sople el viento y donde dije digo, digo Diego, es comprensible que calen la desesperación y hartazgo, o lo que es lo mismo, una fatiga pandémica morrocotuda.
Por eso, y visto que lo pasado, pasado está y que lo razonable es aprender de los errores, para no volver a repetirlos tozudamente, nos preguntamos si es tan difícil ponerse de acuerdo en una situación excepcional y extraordinaria, que quizás no se repita en décadas.
Y dado que lo prioritario ahora es salvar vidas humanas y la economía del país, de una vez por todas deberían aparcarse los exacerbados planteamientos que dividen a unos y a otros,en aras de un pacto global de acuerdos sobre la gestión de la pandemia, no solo entre administraciones, sino para aunar criterios con la justicia.
Experiencias en el pasado ya las habido, a la hora de alcanzar acuerdos sobre aspectos cruciales, en momentos ciertamente delicados.
Los organismos internacionales son buena prueba de ello, con sus defectos de aplicación, claro está, puesto que la infalibilidad no siempre es posible,ni tampoco exigible.
Pero en nuestro país también se ha arrimado el hombro en momentos muu difíciles, no solo para hacer posible la transición a la democracia, tras una dictadura de cuatro décadas, sino también para arrinconar a ETA, hasta su desaparición.
En todo caso, hablaríamos de crear acuerdos, previo asesoramiento o consejo de un Comité de notables o sabios, nombrados de mutuo acuerdo y que ciertamente gocen de renombre por una demostrada valía profesional.
Serían éstos los consultores más idóneos en vez de los “expertos” de nuevo cuño, que cada día copan en nuestros medios de comunicación y que desde su púlpito del conocimiento teórico aportan una visión, que, o bien muchas veces hay que poner en cuarentena, nunca mejor dicho o bien sus apreciaciones resultan redundantes o de Perogrullo.
Quizás lo anterior sea una quimera, y al proponerlo nos llamen almas de cántaro, pero ciertamente se nos antoja como la única solución posible, desde un punto de vista neutral de cualquier ciudadano, tendente a la ecuanimidad y que no se haya condicionado por una adoctrinamiento político.
No obstante, a la exigencia de una eficiencia de la que deberían hacer gala nuestros políticos, debe añadirse la de actuar responsablemente.
Pero desgraciadamente, la prudencia no va con la mayoría de los políticos que, sean o no mandatarios, no solo se limitan a declarar lo primero que se les ocurre, ante los medios o desde su portavocía, sino que se expresan, muchas veces en caliente, a golpe de tweet, como cualquier otro ciudadano.
Y lo peor es que, salvo honrosas excepciones, a diferencia de otros países, no existen dimisiones de sus cargos, tras una irresponsabilidad, no ya por su deficiente gestión o salidas de pata de banco, sino cuando directamente no predican con el ejemplo o muestran una desvergüenza intolerable.
En este punto, ciertamente es para llevarse las manos a la cabeza, cuando se conoce que algún político no cumple la normativa sanitaria, en cuanto a las restricciones o cuando directamente se beneficia de ella, en cuanto a los protocolos, para “colarse” y ser vacunado cuando no le corresponde. Escandaloso.
Llegados a este punto, quizás lo mejor sería lo que me aconsejaba un buen amigo, ya antes de la pandemia y vista la incertidumbre sociopolítica que se avecinaba al inicio de la legislatura, que implicaba un camino con los pies descalzos, pero pisando rosas de dolorosas espinas.
Su sabio consejo era simple y llanamente, una desintoxicación de la información política “para no acabar del hígado”.
Pero, a lo anterior quizás añadiría un posterior consejo de otro amigo, que asumía como más recomendable centrar la atención y cuidado en su propia persona y entorno más próximo, olvidándose del resto.
Ciertamente, se trata de una postura egoísta este “Sálvese quien pueda”, pero en tiempos de pandemia parece muy efectiva y menos dolorosa.
Y si ya hablamos de la relación de la ciudadanía con la función pública, apaga y vámonos, porque la sensación generalizada es que debemos asumir que se ha instaurado un sistema de cita previa y teleasistencia para casi todo, que mucho nos tememos, perdurará después de la pandemia.
Todo es perfeccionable, no cabe duda, pero aún debemos aprender de otros países de nuestro entorno, con una tradición menos presencial a la hora de relacionarse con sus administrados, pero cuando el ciudadano se encuentra con paginas web colapsadas, con llamadas telefónicas que no son atendidas o citas para fechas muy lejanas, es normal que se desespere y harte.
Como ejemplo, pondríamos el de la atención médica, donde hemos pasado de un extremo a otro.
Cierto es que la situación que teníamos con anterioridad a la pandemia tampoco era razonable, con centros de salud o servicios de urgencia saturados, sin causa justificada y que, no es broma, casualmente decrecían sensiblemente en número, cuando había partido de la Champions.
Pero de ahí a encontrarnos con atenciones telefónicas sobre dolencias que deberían ser valoradas presencialmente, dista un abismo, porque como siempre se ha dicho, la virtud está en el medio.
Cierto es que tampoco se deben cargar las tintas en la persona que ha de atenderte por teléfono o presencialmente, cuando te toque, si te toca, habida cuenta que desde las instancias que los dirigen tampoco están muy dotadas en cuanto a recursos materiales o humanos, para ofrecer una mayor calidad del servicio público
Pero ello nos llevaría a otro serio debate sobre la necesidad de contar con un fondo económico de rescate para modificar las partidas presupuestarias de modo excepcional, a los efectos de que se pudieran paliar temporalmente las necesidades más acuciantes, esto es las sanitarias, en vez de destinar miles de euros para mantener cargos, muchas veces puestos a dedo, que han demostrado su ineficacia o para subvencionar asociaciones sujetas a un peligroso adoctrinamiento político.
Lamentablemente debemos concluir que todo lo anterior apunta a una mera quimera, porque ¿Quién le pone el cascabel al gato?
¿Habrá algún político tan sumamente honrado, como para bajarse el sueldo?
Sea como fuere, no debemos enfatizar nuestra negativa crítica exclusivamente en los políticos o funcionarios, faltaría más, porque una parte minoritaria de la ciudadanía está demostrando un egoísmo, insolidaridad y estupidez, que los hace merecedores del mayor de nuestros desprecios y de un castigo más eficaz.
Decimos esto porque desde estas líneas seríamos partidarios de que se revisara la legislación, a modo de coerción y dejar de templar gaitas frente a una inmensa minoría que está perjudicando a la mayoría.
Porque ¿ no sería más práctico y efectivo que, en vez de sancionarse administrativamente determinadas conductas flagrantes, con imposición de multas que mayoritariamente quedarán sin pagar, se tipificaran como delito contra la salud pública,con la imposición de pena de unos meses de prisión o alternativamente de trabajos en beneficio de la comunidad, tales como ayudar en los centros hospitalarios y residencias de ancianos?
Lo sentimos, pero en este punto somos conscientes de que es fácil acusar a la población joven, pero la experiencia nos viene demostrando que la mayoría de los incumplidores de las restricciones son chicos a los que les gusta salir y pasárselo bien para tomarse unas copas y no conciben que nada ni nadie les tenga que decir lo que tienen que hacer o dejar de hacer.
Y lo anterior, aunque es muy propio de la rebeldía juvenil, por la que todos hemos pasado, no es disculpable.
Quizás estos díscolos de la pandemia maduren algún día, cuando sepan lo que es tener una familia que alimentar o un negocio que mantener y quizás entonces, ni siquiera se reconozcan por la estupidez que hicieron en el pasado, salvo que su ceguera haya desaparecido antes, cuando la realidad de algún fallecimiento cercano o el propio sufrimiento de un contagio les haya abierto los ojos.
Mientras tanto, ya nos no hacen tanta gracia los memes, porque aunque el humor es la mejor vacuna para curar muchos males, ahora más que risas, necesitamos otras vacunas más efectivas para que se vaya al cuerno el maldito coronavirus.
Y es que ya estamos fatigados pandémicamente.
A muchos les empieza a faltar un aire, que en ciertos lares continua siendo pestilente.