EL SECRETO MÁS OSCURO DE LA FAMILIA KENNEDY.

Difícilmente podemos encontrar en la historia reciente una familia tan emblemática y polémica como la de los Kennedy.

Y es que con el matrimonio entre Joseph y Rose se contribuyó a toda una dinastía que el pasado siglo protagonizó ríos de tinta, aunque no siempre para bien.

Así, sus herederos, si bien influyeron en muchos de los acontecimientos de mayor relevancia en la vida política de Estados Unidos y por ende, del mundo entero, también protagonizaron numerosos escándalos en su vida personal, que desde el inicio trascendieron a la opinión pública, salvo el que narraremos a continuación, que tardó mucho tiempo en ser descubierto.

Desde el inicio todo gravitaba en torno a Joseph Kennedy, quien contaba como mejor aliada y cómplice a su esposa Rose, madre de los nueve hijos de este clan, caracterizado por una férrea devoción católica no exento de hipocresía y una cínica doble moral, hasta el punto que se consentían la infidelidades del cabeza de familia y de algunos de sus vástagos masculinos.

Pero la obsesión del matrimonio era tan sencilla de exponer en la teoría, como difícil de materializar en la práctica, en cuanto ambiciosa: alcanzar la Presidencia de la nación más poderosa del mundo y situar a su familia en una posición más que privilegiada.

Para aspirar a ello, no cabe duda que ambos contaban una experiencia más que suficiente, fruto de su esfuerzo y astucia.

Por un lado, Joseph, que tras criarse en un pobre barrio de Boston, se había hecho a sí mismo como empresario y especulador, promocionando incluso en la industria de Hollywood, para llegar a codearse en la vida sociopolítica norteamericana con personas tan influyentes como William R. Hearst y Franklin D. Roosevelt, a quien financió en su carrera a la Presidencia de Estados Unidos

Y por otro,su esposa Rose, hija del Alcalde de Boston, que llevaba la política y diplomacia en la sangre, y se movía como nadie en ambientes en los que lo primordial es cuidar la imagen y las apariencias.

Aunque Joseph aspiraba a una cartera ministerial del Gobierno del Presidente electo, ciertamente se vio recompensado cuando Roosevelt lo eligió para asumir uno de los puestos diplomáticos más relevantes, el de embajador de su país en Londres.

Y así, a bombo y plantillo llegaron los Kennedy a Inglaterra en 1938, cuando se desplazaron en varios viajes en barco, lo que siempre se ha asociado a un temor del matrimonio de que todos pudieran perecer en un posible naufragio.

No cabe duda que se curaban en salud con un exceso de celo, pero el que destino no tardaría en torcer sus propósitos, como veremos.

De inmediato, coparon las portadas de todas las revistas de la época, ofreciendo la imagen perfecta de la reencarnación del sueño americano, con una familia perfecta, compuesta por un elegante matrimonio y sus nueve atractivos hijos.

Y es que no parecía importar a la mayoría de los británicos el hecho que los Kennedy presumieran de ser una familia ultracatólica, residiendo en un país protestante.

No cabe duda que Joseph, tras su experiencia en Hollywood, se sabía manejar como nadie delante de las cámaras y Rose era ciertamente brillante en sus alocuciones públicas para dar la mejor de las imágenes.

Sin embargo, como se suele decir, las apariencias engañan y detrás de las amables sonrisas que pintaban aquella fachada de perfección, se escondía la imposición por parte de Rose de una severa disciplina en cuanto a la educación para sus hijos y de un estricto régimen para cuidar la línea, en vez de un cariño de madre.

Y todo ello, no para que sus hijos fueran mejores como personas, sino para ser presentados en sus encuentros con familias de alta alcurnia, incluida la real británica y poder lucir, apuestos y esbeltos, para aspirar a lo máximo.

Como fruto que esperaban cosechar de ese exceso de superficialidad , materialismo y fomento de la competitividad entre todos los hijos, en una época en el que el papel social de la mujer estaba muy debajo del hombre, el matrimonio Kennedy pretendía que sus cuatro hijos varones iniciaran una carrera política y que sus cinco hijas pudieran encontrar un pudiente pretendiente.

Pero en pleno auge de la carrera de Joseph, todo se torció y su puesto de embajador, lejos de constituir un trampolín idóneo para relevar a Roosevelt, hizo añicos todos sus anhelos, tras las severas críticas sufridas, cuando se mostró ciertamente displicente con la pujante Alemania nazi de un ya más que peligroso Adolf Hitler.

Peo el duro y tenaz Kennedy, una vez que veía contaba con escasas posibilidades de alcanzar su sueño de ser Presidente, consciente de que su legado se sustentaba en solidas bases, centró toda su atención en su primogénito, Joe, que fue la primera víctima de un cúmulo de desgracias que luego sucederían y que muchos no han dudado en calificar de maldición, prolongada hasta el último año del pasado siglo.

Puede parecer gratuito, pero no es ilógico afirmar que una entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, implicaría poner en riesgo peligro a unos hijos que, por decencia política, tendrían que presentarse voluntarios para ir al frente, en aras de fomentar una heroica imagen.

Y sus miedos se hicieron realidad al fallecer su hijo mayor en 1944, durante una incursión aérea como piloto de bombarderos.

Aún no recuperados de la desgracia, cuatro años después, una repudiada Kathleen también perdería su vida, en un accidente de avión, cuando viajaba con el amor de su vida, rechazado por Rose Kennedy por su religión protestante.

Dos décadas después, el mundo sería testigo de la triste historia de John y Robert, asesinados a balazos, cuando el primero era Presidente, en 1963 y el segundo firme aspirante a la Presidencia, en 1968.

Tras sufrir un derrame cerebral a finales de 1961, Joseph Kennedy quedó postrado en una silla de ruedas e impedido para poder hablar, pero al igual que Rose, sufriría como la fatalidad a lo largo de los años le había arrebatado sus más preciados tesoros, al tiempo que impedía que su legado fructificara tal y como había soñado.

Del resto de hermanos que luego fallecieron por muerte natural, quizás el de mayor relevancia pública fue el varón superviviente y benjamín de la familia, Edward Kennedy.

Pero pocos meses antes del fallecimiento de su padre, vio como una imprudencia al volante, con mortales consecuencias para su acompañante y su cobarde fuga del lugar del siniestro, truncaba en 1969 sus aspiraciones de seguir los pasos de sus hermanos mayores, encontrando su definitivo acomodo en el Senado, tras algún intento posterior que resultó del todo estéril de aspirar a liderar el partido Demócrata.

La última tragedia de la que tuvimos noticia fue cuando el apuesto y prometedor John Jr, mundialmente conocido por su infantil saludo militar, durante el sepelio de su padre y postulado como su digno sucesor político, moría en 1999 mientras pilotaba una avioneta, a la edad de treinta y nueve años.

Pero, retrocedamos de nuevo a los años sesenta, cuando JFK presidía el país, en unos convulsos años en los que la guerra fría casi deja de serlo, tras el frustrado intento de derrocar a Fidel Castro en Bahía de Cochinos y cuando la crisis de los mísiles nucleares tuvo al planeta al borde del abismo.

Joseph Kennedy parecía haber logrado su objetivo; su apuesto hijo ya estaba en la Presidencia y pese que la opinión pública desconocía el sufrimiento que le estaba ocasionando su enfermedad de Addison y que su matrimonio con Jackie era más que inestable que nunca, por culpa de sus conocidas infidelidades de JFK, el poder absoluto del patriarca de la familia impidió que su castillo de naipes se viniera abajo.

Para ello, Joseph debía intentar lavar su imagen y la de su familia a toda costa, acallando los rumores que apuntaban a vínculos con la Mafia, a la que tantas ganas le tenía su hijo Robert, como lo demostró, no solo como senador, sino como nuevo Fiscal General del Estado.

Y además, se puede decir que hasta el momento de su grave enfermedad, el patriarca era quien gobernaba en la sombra, encontrando JFK en sus sabios consejos las directrices que luego consensuaría con su hermano Robert, en unos momentos en el que Estados Unidos se rompía por dentro, por causa del conflicto racial y se veía amenazada desde fuera, con un ladino Khrushchev, del que convenía no fiarse.

Pero el Presidente fue encubridor, al igual que el resto de sus dos hermanas y tres hermanas, de la atrocidad que su padre y su madre habían perpetrado, muchos años atrás con la hermana mayor Rosemary (1918-2005) triste protagonista de nuestra publicación.

Volvamos al pasado y de nuevo, a Londres en 1938, cuando todo eran risas y aplausos para los Kennedy.

Rosemary, era una preciosa joven de veinte años, que como el resto de sus hermanos, se esforzaba en cuidar su línea para poder vestir a gusto de su madre, tan avezada en la moda femenina.

Pero si bien aquello de cuidar su aspecto, no era del todo imposible, para la bella Rosemary si lo era hablar en público con corrección.

Y es que la hija mayor de la familia tenía la edad mental de una niña de diez años.

Según parece, en plena pandemia de la mal llamada gripe española (malditas pandemias) el médico que debía atender el parto de Rose tuvo que ausentarse por una prioridad sanitaria.

Y tras varios y agónicos intentos para contener el alumbramiento, nació Rosemary con una importante privación de oxígeno.

Pese a que el crecimiento de la niña ya alertaba sobre su discapacidad intelectual, Rose siempre trataba de negar la evidencia en un tiempo en el que ciertamente no se había tomado conciencia sobre la problemática de los discapacitados, que el régimen nazi solucionó de la forma más inhumana y despreciable,mientras que otras problemas se limitaban a silenciarlo.

Pero es que además, en una familia de renombre como los Kennedy, reconocer una mácula tan evidente, suponía un descrédito de cara a sus aspiraciones de perfección, porque un reconocimiento ante la opinión pública sobre lo que antes se conocía como retraso o subnormalidad, implicaría anunciar a bombo y platillo que los genes de los Kennedy no eran de fiar y por ende, peligrosos para el éxito de futuras relaciones maritales de sus nueve hijos.

Ciertamente penosa tal postura, partiendo de una piadosa familia católica, con una devota y casta Rose,que se vanagloriaba de hacer recibido la comunión de Pio XII y que no dudaba en hormonar a su hija para cuidar su línea, pese a que ello le producía ataques epilépticos, agravando ya de por sí delicada situación.

No obstante, tras vanos esfuerzos para dotar a su hija de una educación ordinaria, la realidad se impuso y siendo ya adolescente, los Kennedy trataron de buscar en el Reino Unido las mejores instituciones para Rosemary , con aplicación del novedoso método Montessori.

Fue precisamente Rosemary, la única que se quedó para acompañar a su padre durante sus últimos meses como embajador en Londres, y es fácil ver a ambos en las fotografías de entonces con un Joseph Kennedy sosteniendo con fuerza a su hija del brazo, para evitar uno de sus tantos tropezones o quizás impetuosas salidas de tono.

Pero con la vuelta de padre e hija a Estados Unidos en 1940 y una familia Kennedy nuevamente al completo, se desató la tragedia.

El comportamiento de la joven, lejos de mejorar, había derivado en una conducta inconformista y rebelde, tan propia de una niña mal criada, que no comprendía tanto cambio de residencia y se sentía amargada lejos de su vida idílica de Londres.

Y Rosemary a veces se descontrolaba hasta el punto de reaccionar agresivamente, llegando a golpear, no solo al resto de sus hermanos o a su abuelo materno, sino también a alguno de los niños que estaban a su cargo.

Pero los tristes acontecimientos para Rosemary se precipitaron tras los primeros rumores de que durante un campamento al que Rosemary había acudido como monitora, había sido vista bebiendo y flirteando con varios hombres.

Ni siquiera su forzado ingreso en un convento pudo contener a una indomable joven, que ya era calificada por sus monjas como poseída y que se escapaba por las noches en la búsqueda de compañía masculina en las tabernas, como tantas y tantas solteras de su edad que no formaban parte de la élite.

Y para preocupación de sus padres, si bien era veinteañera, la joven se comportaba como una quinceañera, sin tener una madurez suficiente para tener relaciones y mucho menos de carácter sexual.

Por ello su actitud, en exceso confiada y temeraria, constituía un serio peligro de quedar embarazada estando soltera, con el consiguiente escándalo para una familia tan católica y de renombre en la alta sociedad norteamericana.

Por entonces, su padre ya había oído hablar de la lobotomía, una novedosa intervención quirúrgica, muy efectiva, al parecer, para corregir con cirugía el cerebro de los aquejados por conductas que se entendían torcidas y rebeldes, tras haber sido pervertidas por el alcoholismo o, como es el caso de Rosemary, la ninfomanía.

Un mentalidad medieval,sin duda,en un pais que se jactaba de ser moderno.

Y, tras conocer a su precursor, el doctor en cirugía Walter Jackson Freeman, Joseph no dudo un solo instante en ponerse en sus manos y en las de su colega James W. Watts, dando su consentimiento para una intervención quirúrgica, realizada sin anestesia.

Aquello fue toda una carnicería, como tantas las que impunemente se produjeron en aquella época y de las que mayoritariamente fueron víctimas las mujeres, con el consentimiento de sus padres y esposos.

Tras insertarse un picahielo debajo del párpado superior de Rosemary, se cortaron varias conexiones nerviosas en la parte frontal de su cerebro, mientras ella permanecía atada, despierta y aterrorizada durante toda la operación, hasta que perdió el conocimiento.

Pero su despertar no sería como los anteriores; con veintitrés años, sufrió secuelas irreparables, como la privación del habla o la capacidad de caminar y se vio condenada de por vida a una silla de ruedas.

Algunos no descartan tampoco que tras ser ingresada por sus católicos padres en un nuevo centro, hubiera también sufrido maltrato e incluso abusos sexuales.

Y ni siquiera fueron a visitarla sus hermanos durante las dos largas décadas en los que se mantuvo en silencio tamaño secreto, justificándose su ausencia de la familia porque se ha había desvinculado voluntariamente para ejercer como maestra.

Pero fue durante la Presidencia de JFK, con su padre ya fuera de juego y una Rose que permanecía silente, tras haber sido cómplice de la barbaridad de su esposo, cuando su hermana Eurice, quizás avergonzada, se atrevió escribir un artículo, revelando que Rosemary había nacido con una discapacidad intelectual.

Y si bien tardaron en descubrirse las tropelías médicas que había sufrido su hermana con la lobotomía, al menos Rosemary sirvió de inspiración para concienciar a la opinión pública sobre un problema social muy grave, siendo la propia Eurice la que más luchó para la causa, hasta lograr la fundación en 1968 de los Juegos Olímpicos especiales, que constituye la organización deportiva más importante del mundo,en cuanto a la realización de eventos deportivos para la participación de personas con discapacidad.

Pero la sombra del matrimonio Kennedy seguía siendo alargada, y durante el resto de su vida hasta su fallecimiento a la edad de 86 años, Rosemary continuó siendo una desconocida para el resto del mundo, luego recluida en una casa de campo con las mejores atenciones, pero distanciada de una familia, cuyos miembros solo la visitaban puntualmente.

Quedaban ya muy lejos aquellos años londinenses en los que había sido una feliz niña en el cuerpo de una bella joven, que deslumbraba en muchas portadas de las revistas británicas para aparente orgullo de unos padres, cuya ambición les pasó la peor de las facturas y quizás fue motivo de que su Dios los castigara por el pecado cometido sobre su hija de veintitrés años.

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