EL RELATO DEL VERANO: SPLENDOR,DE JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ PELLICER.

Antes lo había leído. Lo había visto en películas y documentales.

Ahora ya lo he aprendido. La normalidad es frágil.

Quizá incluso sea una excepción infrecuente si la contemplamos desde la perspectiva del tiempo geológico.

¿Qué es la normalidad para el monte Vesubio?

¿Cuántas normalidades humanas ha visto antes de quemarlas?

Cuando recibes al repartidor del supermercado como si fuera un voluntario de la Cruz Roja en un conflicto bélico.

Cuando cierras las ventanas para que tu familia no vea circular las columnas de fúnebres camiones que descargan las bolsas en una pista de hielo convertida en improvisada morgue.

Cuando te escondes de un helicóptero de la policía temiendo ser visto y multado por pasear el carrito de tu bebé durante las horas prohibidas.

Cuando tus vecinos, ese médico y enfermera antes sonrientes y amables, son acosados y aislados por la comunidad de propietarios como si fueran apestados medievales. “Iros del bloque”, reza un anónimo grafiti en el portal. “No os queremos aquí”.

Cuando la gente camina separada, evitando siquiera el contacto visual, cabizbaja, acelerada, como si el aire ardiera en los pulmones. Huyendo a sus cuevas.

Pues entonces ya sabes qué sintieron los venecianos cuando la primera galera arribó desde el mar negro, con su letal carga a bordo, traída por camellos y ratas desde las desoladas inmensidades del Gobi.

Ahora ya sabes que no todo va a salir bien,que no siempre se sale, que juntos no siempre se puede, que muchas veces es cuestión de suerte, y que cualquier auto-compasión es absurda.

Cuadrillas de esqueletos cabalgan en retablos, grabados y capiteles medievales.

Recordatorios de la muerte. Acerba muerte. Segadora de vidas.

No era un cuento bíblico, y no sólo los primogénitos de Egipto caen bajo la guadaña del ángel exterminador, el ángel que golpea, el angelum percutientem.

La miasma pestífera no cayó del cielo, no la trajo un meteoro, ni la diseñó un científico asiático, sino que se gestó, como siempre, en la naturaleza salvaje, en las entrañas de una criatura oculta en tenebrosas cavidades.

La humanidad sólo es un fugaz estrato más en la geología terrestre. Todo huye. Un día estás bañándote en las aguas de Baia y de repente ves ascender la ominosa nuble pliniana en el horizonte.

Al principio no sabes qué es. Luego comienzas a alarmarte.

Finalmente, cuando llega el flujo piroclástico, tu cerebro se derrite y estalla en la caja
craneal.

Otro día estás pescando en un lago alpino y comienza a nevar.

Te refugias en un abrigo montañoso del que sólo saldrán tus nietos, tras haberte canibalizado, mientras la glaciación congelaba la tierra.

No salen mejores, pero al menos salen vivos para empezar de nuevo.

Y los párrocos, terribles como ciclópeas estatuas de Miguel Ángel, con ojos inyectados en sangre, nos recuerdan el horror una y otra vez, para que no se nos olvide el apocalipsis.

Adiós Disneylandia. Gracias. Lo intentaste.

Nos lo llegamos a creer. Casi logramos olvidar el horror.

Pero la Parca toca de nuevo a la puerta. No cabe no abrirla.

No se irá. Permanece al acecho cuando nos
reímos de ella. Y hacemos bien en reírnos.

Reírse es un final elegante. No se trata de despedirse con una carcajada sino con una sonrisa irónica.

Eones de polvo cósmico nos esperan.

Dimensiones paralelas tan sólo apuntadas por la física cuántica.

El Universo se expande, o se contrae, ¿quién lo sabe? ¿qué nos importa?

Nos visitan misteriosos monolitos interestelares. Quizá recibamos mensajes que no oímos por el ruido en que vivimos.

Pero al final sólo importa una cosa, esa vibración o reflejo de luz, el “splendor” de los latinos, que brilla en la punta de la córnea de tu hijo, como un pez plateado nadando en las someras aguas de una isla adriática,cuando el Sol sutura en diagonal la piel salada de
unas ruinas helénicas.

Un viento helado recorre las calles silenciosas.

Invisible, el virus, avanza. Microscópica bomba orsini que apenas se enreda en el tejido infantil pero que arrasa a sus mayores, diezmando generaciones y, con ellas, nuestra memoria.

Un acto frívolo. Un simple aperitivo en amable y ansiada compañía. Basta un desliz para encontrarse de bruces con la agonía invertida en la cama de un hospital.

Asfixia. Auxilio mecánico. Soledad. Incertidumbre. Fatiga.

Un vino sale muy caro.

Recuérdalo cuando te confinen de nuevo.

Recuérdalo cuando tu hijo te bese sin saber la odisea que has pasado.

No nos gusta pensar en ello. Nos ofende el recuerdo.

Pero hace ya tiempo que el Orgullo se ha caído de su blanco y glorioso corcel blanco, y yace pisoteado en el fango de una saludable humillación.

Pues sólo el humillado se cura.

He cerrado la que fue mi casa. He abandonado el que fue mi trabajo.

He vuelto al punto de partida. Pero ya no soy el mismo.

Siempre ha sido así. Ulises, Odiseo, los errantes que regresan, que tienen la Fortuna y la Fe en el retorno, huyen de sí mismos para encontrarse a sí mismos.

Sólo sé que, en medio del caos y el temor, nació mi esperanza, y crece en un mundo que no me gusta, un mundo del que huyo en vano, y del que no me puedo esconder.

Aún así lo intento, y cuando leas esto, hijo mío, escrito en un papel arrojado al océano dentro de una botella, si es que algún día llega a tus manos, sabrás por qué me fui, y por qué no tuve el valor de quedarme.

Conmigo sólo hubieras heredado dolor y amargura.

Me alzo en la cima de una cordillera que hunde sus raíces en el atlántico.

Tan sólo asoma una verde cima donde, entre lagos y temblores, germina la vid más dulce y ácida del planeta.

Si quieres ver mi tumba ven al Oeste, no me mató una plaga, sino la nostalgia.

Pero sé que tú brillas.

De mis cenizas brota, crepuscular e indómita, una nueva cepa con dorado licor.

Apúralo y vive.

MALVASÍA

Finalista del concurso de relatos cortos del Ilustre Colegio de Abogados de Oviedo.

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