Hace varias semanas tuvimos conocimiento de unos estremecedores hechos, demostrativos de que, desgraciadamente, no todas las personas han evolucionado desterrando de sus convicciones reglas absolutamente demenciales, más propias de otros tiempos desprovistos de civismo.
Hablamos del asesinato de dos chicas paquistanís de 21 y 24 años, residentes en España en la localidad catalana de Tarrasa y que tras acudir a su país de origen fueron estranguladas y disparadas mientras dormían por varios de sus familiares, todos ellos varones.
Tras ser detenidos los asesinos, todas las investigaciones de las autoridades apuntan a que el móvil del atroz crimen de las jóvenes, del que fue testigo y encubridora su propia madre, reside en que las chicas habrían deshonrado a su familia al solicitar el divorcio a sus primos, con quienes, de conveniencia con su familia, habían adquirido un año antes un compromiso de matrimonio o nikah.
Tal execrable conducta, que parece carecer de sentido lógico alguno, se enmarca en lo que se conoce como crímenes de honor, que sufren personas, mayoritariamente de sexo femenino y que generalmente acontecen en zonas rurales y aisladas y alejadas de la urbe .
Aunque Pakistan no es el único país del mundo donde se producen estos bárbaros actos ligados a un retorcido y enfermizo sentido del honor, que reside en la dominación y control sobre las mujeres por parte de los varones, junto con la India, son los lugares del mundo donde perviven con mayor virulencia y donde se producen el mayor número de víctimas, muchas de ellas mortales.
Además, el caso de Pakistan es quizás más singular, porque lejos de emanar de las leyes o costumbres ancestrales, tienen su raíz en las recientes «Ordenanzas Hudood», que en 1979 instauraron castigos para prácticas adulteras como los azotes, la amputación y la lapidación hasta la muerte .
Denominados de forma diversa según la zona del país (Karo-kari en la provincia del Shind, Tortora en las provincias del noroeste o Kala-kalí en el Punjab) estos crímenes de honor se enmarcan, como decimos, en el rol que una sociedad profundamente misógina y patriarcal como la paquistaní le ha asignado tradicionalmente a la mujer.
Pero es que además, se caracterizan porque a diferencia de toda violencia de género al uso, en la que existe un solo victimario que maltrata a una víctima, en estos casos se pasa del control del individuo, del esposo o del marido, al de la «colectividad» de la propia familia, con miembros que son coautores o que consienten o encubren el propio crimen, como hemos visto en lo sucedido con las jóvenes de Tarrasa.
Y llegado el caso, tras deshonrar ese buen nombre de la familia, (si bien lo que verdaderamente subyace suele ser un interés patrimonial que se agudiza de forma más palmaria en otra variante que son los crímenes relacionados con la dote que aporta la familia de la casadera ) se recurre a una radicalización violenta de la respuesta familiar para castigar las relaciones pre-matrimoniales o extra-matrimoniales que entienden ilícitas, con castigos como confinar a las víctimas, arrojarles acido, o quemarlas, mutilarlas y en el peor de los casos, acabar con su vida.
Decíamos antes que las víctimas de las agresiones son mayoritariamente niñas, chicas o mujeres, lo que no es óbice para que algunos varones también puedan ser castigados, si bien generalmente son condenados al exilio u obligados al abono de una compensación económica.
Lo cierto es que tras las reformas del año 2006, tales aberrantes prácticas estaban siendo duramente castigadas, pero escondían una vía de escape para los responsables que fue neutralizada diez años después a raíz de un suceso que tuvo gran repercusión mediática.
El caso es que en 2016 trascendió a la opinión pública mundial que la influencer Qandeel Baloch, de 26 años, rebautizada por su seguidores como la “Kim Kardashian” pakistaní, había sido estrangulada por su hermano.
Y todo ello tras hacerse una serie de selfis que fueron publicados en Facebook y que fueron considerados insultantes y deshonrosos , por mucho que, a ojos de cualquiera en su sano juicio, las imágenes distan de ser escandalosas u ofensivas.
Pero amén de lo horripilante del absurdo crimen, lo que verdaderamente removió conciencias en su país y suscitó un gran revuelo internacional hasta el punto de que obligó a un cambio legislativo en Pakistán, fue que, acogiéndose a la ley islámica, el asesino, condenado a cadena perpetua, fue liberado tras concurrir el perdón de sus progenitores.
Pues bien, no son pocas las veces que es solicitada la protección internacional de los países a los que se pretende acudir, para escapar de aquel horror. En lo que se refiere a nuestro país, tal protección encajaría a medio de la correspondiente petición de asilo o de una autorización de permanencia en España por razones humanitarias.
Y es precisamente en la jurisprudencia emanada de la Sala de lo contencioso administrativa de la Audiencia Nacional donde podemos encontrar las notas más relevantes sobre esta criminal práctica, absolutamente anacrónica y descerebrada que aunque no tienen una raíz netamente religiosa, sino cultural, se basa en códigos de moral y comportamientos dentro de un clan o una tribu, basado en lo que allí se entiende por honorable, según su sesgada visión de la realidad.
En este sentido, se resalta que si bien existe, como hemos visto, una legislación punitiva en algunos países, como es el caso de Pakistán y que en dicho país, al igual que lo sucede en Occidente, las mujeres son ahora legalmente libres para contraer matrimonio con quien quieran, sin precisar el consentimiento de la familia, se aprecian en su ordenamiento jurídico ciertas lagunas que se traducen frecuentemente en cierta permisividad de las autoridades, indicativa del debilitamiento de las instituciones políticas, de la corrupción imperante y del declive económico del país.
Y si sumamos tal pasividad al hecho de que muchas víctimas que sobreviven, por miedo a su integridad, deciden no denunciar los hechos, todo ello aboca a la impunidad de muchos responsables, generalmente familias enteras.
Sea como fuere, lo cierto es que, para muchas mujeres, un matrimonio en países como Pakistán, lejos de ser algo idílico, se convierte en la peor de las pesadillas, un auténtico infierno en vida.
Por ello, por mucho que en países como el nuestro desde el feminismo recalcitrante se insista hasta el hartazgo en el creciente empuje del machismo y del heteropatriarcado, quizás deberían dejar de mirarse el ombligo y pensar que afortunadamente, estamos a años luz de lo que sucede en otros lares.
Como sociedad, aún tenemos margen de mejora, no cabe duda, pero para evitar que nos aproximemos a algo tan poco saludable como el » mundo feliz», descrito en la novela de Aldous Huxley, quizás debería reflexionarse y actuar con cordura.
Así que por favor, por el bien de todos, que dejen de confrontarnos a hombres y mujeres .