EL DON DE LA TOXICIDAD.


Tras acudir estos días a una cumbre iberoamericana en el centro Nimeyer de Avilés, donde se congregaron varias personalidades de renombre que han tenido mucha relevancia en diversos países, tanto a nivel político como empresarial, llegué a la conclusión de que quizás me encontraba ante uno de los escasos cementerios de elefantes que quedan ya, en lo que la intelectualidad se refiere.

Si bien es cierto que el centro de atención era Felipe González (hay pocas estrellas del rock que susciten tanta aproximación de las masas, pese a sus ya ochenta y una castañas llevadas con una envidiable agilidad mental no exenta de acidez y retranca andaluza) aparte de destacar la brillante ponencia “El valor de la palabra” de la filósofa Adela Cortina Orts ( de suma actualidad tras la traición perpetrada contra el pueblo español por Pedro Sánchez, que ya no va a parar hasta que logré su objetivo de revalidar el cacareado gobierno progresista a un precio muy alto) habría que resaltar la sencillez, humildad y cercanía que transmitía uno de los hombres más adinerados del mundo y el primero de Iberoamérica, Carlos Slim.

No obstante, me he de quedar con el epílogo de este encuentro sobre “El renacer de la ética”, por parte de Adrián Barbón, Presidente del Principado de Asturias.

En sus palabras destacaba que lamentaba comprobar cómo en los últimos años se había instalado en la política un grado de crispación tal que apenas dejaba ocasión para poder escuchar opiniones contrarias y diferentes sin que se exacerbaran los ánimos y se perdieran las formas, rayanas con la violencia verbal, y la descalificación llevada al insulto, muchas veces a golpe de twiter (ahora X, vaya nombrecito…), como paradigma de las redes sociales más perniciosas.

Pero además, Barbón incidió en algo que siempre ha resaltado nuestro amigo y colaborador del podcast, el psicólogo y docente Antonio Cervero y que nunca nos cansamos de recordar porque da en el clavo: el ser humano es más emocional que racional.

No cabe duda pues, que la política se haya impregnada de tamaña toxicidad que incluso vicia las conversaciones de un vulgo, más pendiente del pan y circo, pero que tampoco no rehúye las peleas dialécticas en las que se llegan incluso a enfrentar con virulencia buenos amigos y familiares a la hora de defender su posicionamiento ideológico, algo que no sucedía ni en los años ochenta, ni en los noventa ni en gran parte de los dos mil y que peligrosamente recuerdan a los años previos a nuestra Guerra civil.

Y una toxicidad que alienta la bipolaridad, que se retroalimenta además de una precaria preparación y nivel de la clase política española, algo que no sucedía en décadas precedentes.

Por ello, he de discrepar de las palabras del ex Presidente del Gobierno González cuando apuntaba lo que siempre se dice acerca de que está muy mal pagada la profesión política.

En este sentido y si bien es cierto es que algunos de ellos luego no encuentran acomodo y se quedan con una mano delante y otra detrás (algunos llegan a abandonar su formación académica desde muy jóvenes, centrados en su partido que chupa como una esponja, el resto de su tiempo que han de sacrificar) pero quien escribe estas líneas se atreve a decir que bastante perciben ya para lo poco que aportan, máxime cuando los más destacados tienen a su alcance las famosas puertas giratorias, sin consecuencias en el plano de la responsabilidad social por las torpezas acumuladas.

En este punto, no cabe duda que si eres un político, ambicioso y sin escrúpulos, tu mayor adversario, por no decir tu enemigo, no será tu rival político con el te pegas en público, sino tu propio compañero de partido, dentro de esa tumultuosa andanza por escalar que siempre deja damnificados por el camino.
En suma, que con tamaña mediocridad, uno siente añoranza y nostalgia por aquellos que facilitaron una transición hacia una firme democracia que todos hemos disfrutado, no sin sobresaltos, pero que a la que algunos, a años luz en cuanto al intelecto, cuatro décadas después están hiriendo de muerte.

Pero la toxicidad, desgraciadamente no concurre tan solo en el mundo de la política, toda vez que es algo que se respira diariamente por doquier, siendo consustancial a la naturaleza humana.

Y así, estará servida esa toxicidad cuando existe un roce personal o profesional que más allá de lo puntual se va a repetir con cierta frecuencia, con una colisión de pareceres que se enquista en el contacto habitual de quienes han de convivir mínimamente.

Y no se trata precisamente de que esas personas enfrentadas sean como el agua de aceite o de que, como cantaba Joaquín Sabina tengan in com pa ti bi li dad de caracteres; se trata de algo más, y a lo que solo contribuye una de ellas, con la otra persona, a veces bloqueada, a veces animalada o a veces obligada a elevar el tono.

Cierto es que cuando hablamos de toxicidad, siempre se ha hablado del buen o mal karma, de la energía positiva o negativa que emana de algunos o de las buenas o malas vibraciones con determinadas personas.

Y quizás haya algo de eso, porque una persona, si bien puede ser tóxica para otra, puede no serlo para el resto.

Al respecto, puede jugar un importante papel la confianza, o mejor dicho el exceso de ella, que supone que la cobardía y pobreza de espíritu anidada en muchas personas, generalmente necios y agresores verbales que disfrutan del enfrentamiento y que saben cómo hacer daño a sus interlocutores a base de un desgaste dialéctico que saca de quicio, impide que se atrevan a comportarse de idéntica manera con otras personas con las que no se tenga esa confianza y ante quienes no se ose comportarse de igual modo.

Dicho en otras palabras, la confianza da asco, una gran verdad.

En suma, se trata de frustrados en lo personal que intentan derribar muros a base del avasallamiento, que no se apean de la burra en sus opiniones, del tipo que sean (da igual hablar de Puigdemont, de Rubiales, o de Vinicius) y que, pese a que precisamente son en puridad inseguros y débiles de moral tras esa apariencia de fortaleza y superioridad moral que convierte al tóxico en la antonomasia del cuñadismo, aprovechan cualquier nimia discusión en las que se les lleva la contraria, para empeñarse en conseguir su paulatino y progresivo objetivo de arruinar familias, amistades y negocios.

Hablaremos pues de un orgullo herido por las opiniones o reflexiones ajenas, pero orgullo mal entendido en el sentido de portar una coraza con clavos punzantes y dañinos y de acometer al otro al precio que sea, cueste lo que cueste.

Y ante situaciones así, lo suyo es desistir, no emplear la misma violencia verbal o utilizar la táctica del disco rayado, que ciertamente desarma a cualquiera, pero que requiere tino y perseverancia.

En definitiva, no asumir la afrenta de la persona tóxica como lo que es, un intento desesperado de alguien, que si bien se insinúa como superior, no deja de ser una piltrafa de ser humano y un amargado que merece el mayor de los desprecios, que no es otro que la falta de aprecio.

No obstante, lo anterior no siempre es fácil, vista la insistencia del agresor verbal, empeñado en ofuscarte y nublarte la mente para que pierdas la paciencia y te pongas a su mismo y nefasto nivel y máxime cuando en muchas ocasiones, no es fácil rehuir el encuentro cuando existen nexos familiares indisolubles, cuya ruptura implicará desmarcarse de otros no afectados por esa toxicidad o que ya la asumen como algo imperecedero.

De todas formas y sin perjuicio de que a veces, las experiencias pasadas con esa persona y los prejuicios ya te obligan a estar en guardia ante la previsible conducta de la persona tóxica, que en cuanto pueda intentará que pierdas los nervios, no siempre será fácil contar hasta diez (aunque yo diría que hasta veinte) y no entrar al trapo, porque como se suele decir, no somos de piedra.

Sin embargo, no cabe duda de que por encima de todo, si
realmente no se tiene un solo problema personal con los demás, o se es un dechado de virtudes en cuanto a la amabilidad, respeto y civismo en sociedad y que tan solo chocas con alguien de quien además te consta que su vida ha sido un cúmulo de desencuentros personales en una mínima convivencia, tu conciencia ha de estar más que tranquila.

Y lo decimos porque, más allá del lógico cabreo que emana en los momentos de tensión que pueda hacer que pierdas los nervios, lo que NO debes hacer luego es perder un segundo más de tu tiempo.

Es evidente que por encima de todo está el cuidado de la salud mental que debe quedar indemne frente a las necedades de quien sabes que solo pretende hacer daño, muchas veces por inercia, por pura frustración en lo personal y porque no le queda más remedio que morir tras aumentar el desprecio ajeno hasta el límite de lo tolerable, pero morir, matando.

Al final, como se suele decir, son cuatro días y todos acabaremos en el hoyo o incinerador.

Y cuando llegas a una edad en la que observas con preocupación que algunos de tu entorno familiar o afectivo, enferman o sufren otras penalidades que pueden afectarte cuando menos te lo esperas, debes intentar mirar hacia atrás sin ira, pero también mirar hacia delante con la sensación de que nada ni nadie tiene que arrebatarte tu felicidad y tranquilidad, si es que se lo puedes impedir, sin recurrir a su misma violencia verbal.

Como escuché una vez, de vez en cuando hay que sacar el látigo, pero uno muy particular.

Se trata de fustigar al otro, al necio, al agresivo con el látigo de la indiferencia.

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