Woody Allen cuenta ahora con 84 años, gozando de una aparente buena salud, como lo demuestra el hecho de que sigue al pie del cañón, estrenando año a año, sin descanso, cuando le dejan, acercándose a otro veterano icono del séptimo arte que por fortuna sigue entre nosotros, Clint Eastwood. Ni siquiera el coronavirus será un escollo este año para seguir batiendo records de productividad.
Es pues difícil encontrar a un cineasta más prolífico que este menudo director y actor neoyorquino, que nos ha acompañado durante décadas, y que recientemente ha escrito una autobiografía, A propósito de nada, lectura ciertamente recomendable, no solo para los aficionados a su obra, sino para todo cinéfilo en general.
Allen nos escribe con su característico humor y cinismo, aunque acompaña todo el texto de un tono humilde, y tras hablarnos de sus inicios como guionista y humorista, nos relata aspectos profesionales de su legado cinematográfico.
Para ello no entra en demasiadas cuestiones técnicas, máxime si tenemos en cuenta que Allen no destaca por el manierismo o la complejidad en su realización , más allá de puntuales innovaciones y cambios de estilo en la búsqueda de una perfección, que él mismo reconoce que nunca alcanzará, a diferencia de otros reconocidos directores a quienes admira.
Como gran guionista que es, en sus películas quizás haya dado mayor énfasis a la palabra que a la imagen, pese a contar con excelentes directores de fotografía, que no obstante han dejado testimonio de algunas para el recuerdo, especialmente en blanco y negro.
Pero en su autografía, como no podría ser de otro modo, Woody Allen estaba obligado a relatar su versión sobre las graves acusaciones de haber abusado en los años noventa tanto de su actual esposa, Soon Yi, a la sazón hija adoptiva de su entonces pareja Mia Farrow, como de su propia hija adoptiva Dyllan Farrow.
Y es que tras la aparición de ésta última en una entrevista televisiva, acusando de nuevo a su padre y aportando detalles que no fueron conocidos en su día, se ha reabierto el debate sobre un peliagudo asunto que había sido objeto de carnaza mediática para la prensa amarilla durante un tiempo, pero que había sido olvidado tras desestimarse todas las denuncias formuladas contra Allen, dada la carencia de indicios probatorios en su contra.
Pero desde 2018, impulsado por el movimiento #Me too, se han reiniciado los frenéticos ataques contra el director de Annie Hall, y pese a que el duro testimonio de Dyllan Farrow no ha sido ratificado ante ningún Juez, e incluso ha sido desmentido por otros hijos de Allen, no han cejado en su empeño hasta que fuera dictada una condena, la de la opinión pública
Y lo peor de todo ello es que, por culpa de unas acusaciones no probadas, amén de estrenarse sin pena ni gloria y tras no pocos problemas su penúltima película A rainy day in New York, actores como Timothée Chalamet, Ellen Page, Mira Sorvino, Greta Gerwig o Rebecca Hall han manifestado públicamente que se arrepienten de haber trabajado con Allen, mientras que otros, si bien le han mostrado su apoyo en persona, han declinado a hacer declaraciones públicas en su defensa, por miedo a represalias.
¿Recordáis, queridos lectores, cuando hablábamos en este blog de la Caza de Brujas, de listas negras y del hostigamiento desde el corazón del Hollywood clásico, en base a acusaciones infundadas?
Setenta años después, siguen sin aprender la lección.
No obstante, mucho más valientes han sido quienes lo han defendido públicamente, arriesgándose a sufrir las iras del colectivo #Mee Too.
Es el caso de Ray Liotta, Catherine Deneueve, Charlotte Rampling, Jude Law, Isabelle Huppert, Alec Baldwim, Pedro Almodovar, Alan Alda,Blake Lively, Scarlett Johansson y Javier Bardem, muchos de ellos activistas y seriamente implicados en favor de los derechos de las mujeres y en defensa de un feminismo bien entendido, alejado de radicalismos irracionales.
Desde estas líneas entendemos que es muy poco probable que las nuevas acusaciones de Dyllan deriven en un juicio, sobre la base de unos hechos que ciertamente habrían prescrito, si bien la idiosincrasia del ordenamiento jurídico norteamericano en cuanto al tratamiento de los asuntos que se dilucidan en los órdenes civiles y penales no permite asegurar nada, máxime cuando la propia autografía puede ser la llave para una demanda por difamación de Mia Farrow que es acusada abiertamente por Allen como mentirosa,manipuladora y lo que es peor, maltratadora de sus hijos adoptivos.
Woody Allen, seguro de su inocencia, ha querido dejar un testimonio de lo sucedido en varias páginas de su autografía que, a nuestro juicio, son las que peor están escritas, en comparación con el resto del texto, ciertamente brillante y entretenido.
Y ello no se debe a un defecto en la traducción, sino a que plasma su versión de los hechos de forma excesivamente apasionada, sin la frescura,acidez y humor con que trata el resto del relato de su vida personal y profesional.
Y lo hace porque está ciertamente dolido por lo sucedido, tras haberse dado pábulo y crédito a la versión de contrario, que él entiende premeditada y dirigida por Mia Farrow, en un claro acto de cobrarse su fría venganza, treinta años después de ver desestimadas todas las acusaciones que la actriz de La Semilla del Diablo había formulado, tras descubrir la infidelidad de Allen con Soon Yi.
Cuando uno defiende a ultranza su inocencia, aportando todo tipo de datos y precisos detalles, llegando incluso a ofrecer su colaboración con la Justicia para la práctica de pruebas que en Estados Unidos podrían ser incriminatorias, como el polígrafo, cabe pensar en una alternativa: o esa persona es inocente o no está cuerda.
Dudamos que Woody Allen, pese a sus reconocidas neurosis y manías, tenga otros problemas de salud mental que mermen su capacidad intelectiva o volitiva.
Pero hacer de abogado de sí mismo nunca es recomendable, porque toda versión exculpatoria debe pasar un filtro importante para ser mostrada ante terceros, el jurídico, y tan solo un profesional puede moldearlo para ser presentada con elocuencia y sin el tono abigarrado y excesivamente apasionado que emplea Allen en su redacción, restando de calidad literaria a la autografía.
Por decirlo en otras palabras, en A propósito de Nada, hay dos Woody Allen, el que relata con mucha gracia, ingenio y cinismo toda su vida personal y trayectoria profesional ajena a las acusaciones de Mia y Dyllan Farrow y el que con fiereza se defiende de las acusaciones, con un tono enojado y disperso.
La imagen que preside esta publicación se corresponde con la conocida estatua de bronce que Woody Allen tiene erigida en Oviedo, capital del Principado de Asturias, hecho que el propio cineasta califica como sorprendente y algo extravagante.
Exceso de pudor sin duda y mucha modestia la suya para todo un Premio Príncipe de Asturias y al que el que escribe estas líneas tuvo ocasión de ver mientras lo recibía en el Teatro Campoamor, compartiendo escenario con otro ilustre escritor, admirado por Allen, el dramaturgo Arthur Miller.
Y ni siquiera su efigie se ha salvado de las críticas por parte de una plataforma feminista, a raiz de las acusaciones de su hija adoptiva, si bien el Ayuntamiento de la ciudad afortunadamente ha desoído la iniciativa de retirar la estatua de sus calles.
Convendría recordar a sus representantes que existe un derecho fundamental, cuyo reconocimiento querrían para sí mismas, si fueran acusadas: el derecho a la presunción de inocencia o el tan manido lema de que un hombre (o una mujer) es inocente hasta que no se demuestre lo contrario.
Lo peor de todo es que ellas lo saben perfectamente. Y el daño moral y económico que se ha hecho a Woody Allen, sin una condena judicial, es más que evidente, como lo ha sido el que han sufrido otras celebridades como Michael Jackson o Kevin Spacey, por poner un ejemplo más reciente.
Peligrosa dinámica, sin duda.