10 DE MAYO DE 1933, CUANDO LOS LIBROS FUERON DEVORADOS POR LAS LLAMAS DEL ODIO.

Fahrenheit 451 es quizás una de las novelas más brillantes del pasado siglo.

Escrita en 1953 por Ray Bradbury y llevada con acierto a la pantalla por François Truffaut, narra una realidad distópica en la que la costumbre era quemar libros con el objetivo de evitar que los ciudadanos pudieran pensar por sí mismos.

Si hay algo que recuerdan con suma tristeza en Alemania cuando cada año llega el 10 de mayo, es que en idéntica fecha de 1933 se cometió en su país una de las mayores tropelías contra los derechos individuales, como nefasto símbolo de la vulneración de la libertad de pensamiento en una de sus principales expresiones, la escrita.

Eran aquellos tiempos insoportables para quienes osaran no sumarse al régimen nazi liderado por Adolf Hitler desde enero de ese año, y cuya represión ya anticipaba que lo peor aún estaría por llegar, pese a que muchos estadistas del resto de Europa aún no lo veían venir o directamente miraban hacia otro lado, como si no fuera con ellos.

El pasado año tuvimos oportunidad de reseñar una de las mejores películas de Steven Spielberg, que aporta su visión sobre el holocausto, la mayor barbarie que se recuerda contra la humanidad, y en concreto contra la raza judía.

Y si ya hablamos de Spielberg, los más aficionados al cine de aventuras y en concreto al arqueólogo más famoso de ficción, recordarán una escena de Indiana Jones y la última Cruzada, en la que el personaje interpretado por Harrison Ford se topa en Berlín con el mismísimo Adolf Hitler, mientras en un segundo plano se observa como en unas piras arden infinidad de libros.

Ambos se encontraban en la Bebelplatz, lugar emblemático de la ciudad y destino final de las obras de unos cuatrocientos autores, condenados al fuego por sus ideas subversivas, calculándose en veinticinco mil, los libros que arderían aquel fatídico 10 de mayo de 1933, como preludio de futuras purgas que se irían sucediendo posteriormente, no solo de libros sino de personas.

Siendo la defensa de la raza aria el principal basamento en el que se sustentaba el Tercer Reich, el objetivo primordial de los Ministerios del infame régimen era cercenar posibles influjos perniciosos y contaminantes de la esencia del espíritu alemán, según su ideología racista y xenófoba, incompatible con ideas reaccionarias, sociales políticas, o religiosas, ya fuera de judíos, comunistas,anarquistas, burgueses o pacifistas.

Por ello, si no se podía acabar físicamente con el hombre, encarcelándolo, provocando su exilio o incluso asesinándolo, al menos sí con la ignominia de su peligrosa obra intelectual, fácilmente eliminable en una cremación, cuyo fuego purificador recordaba a la quema de brujas durante la Inquisición.

Y para materializar aquellos absurdos delirios destructivos, no había mejor adalid que el retorcido y resentido Joseph Goebbels, que desde el infame Ministerio de Cultura y Propaganda y con la mirada cómplice de muchos intelectuales favorables al nazismo, alentaría tanto a los estudiantes como a los profesores de unas universidades alemanas, emponzoñadas de prejuicios raciales, sociales e ideológicos.

Fue entonces cuando se hicieron circular una serie de listas negras, inclusivas de autores de renombre internacional y de ideologías tan diversas como Sigmund Freud, Albert Einstein, Franz Kafka, Bertolt Brecht, Ernest Hemingway, John Dos Passos , Maximo Gorki, Karl Marx, Lenin, León Trotski, Jack London,Thomas Mann o nuestros Dolores Ibarruri, la pasionaria o Ramón J. Sender, entre muchos otros.

Y serían tan detalladas aquellas selecciones, que incluso el propio Adolf Hitler comprobó el acierto de incluirse ediciones de su Mein Kampf, en concreto una francesa que añadía comentarios de C. Louis Vignon, nada complacientes para su apostolado nazi.

Serían todos ellos libros prohibidos y condenados a arder en inmensas piras de papel, prendidas por los portadores de las antorchas que, a duras penas pudieron mantener encendidas, dada la lluvia torrencial que los estaba empapando.

Pero ni si quiera la desfavorable climatología de aquel día iba impedir una de las ceremonias más perturbadoras que se recuerdan, mientras se alzaba el brazo con el saludo nazi, al tiempo que se rociaban las piras con gasolina y la musica de las pomposas bandas de música no dejaba de sonar.

Sería entonces cuando el destello de las llamas se reflejaría en unos ojos fanáticos que vaticinaban una destrucción global.

Mucho nos tememos que habrá algún nostálgico de aquel infame evento, que quizás aproveche este aniversario para hacer una cruel asociación de ideas que aliente sus extremistas convicciones, con los dígitos de aquel año de llegada al poder de Hitler (1933) y los que simbolizan el saludo nazi al Fhürer (88) cuya suma nos da como resultado matemático los dígitos del presente año 2021.

Pero más allá de esta curiosidad anecdótica, el movimiento neonazi actualmente se muestra más que activo, tal y como apuntábamos cuando escribíamos acerca de dos películas, una de ellas basada en hechos reales, que trataban sobre la odisea de dos personas que decidieron abandonar ese mundo tan radical y destructivo para la sociedad.

Y para resumir aquella aberración nazi contra el patrimonio cultural de la humanidad, sirva una lapidaria frase contenida en Almanzor, obra escrita en 1821 por Heinrich Heine, autor cuyos libros también serían pasto de las llamas.

Donde queman libros, al final también quemarán a los seres humanos.

Heine hacía referencia a la quema del Corán durante la Inquisición española, para erradicar cualquier atisbo de presencia en la península ibérica de la cultura árabe.

Un tremendo presagio el suyo, dado que aquellas cenizas de papel no eran más que un triste anticipo de lo que luego serían cenizas humanas.

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